El inexorable paso del tiempo se vive a diario. Generación tras generación se comparten los mismos comentarios al llegar a la adultez o al envejecer: Ya no se duerme como antes, ya no se parrandea como antes, ya no somos los mismos de antes. Y es que todos envejecemos, pero muchas mujeres envejecen de manera distinta.A ellas, las sorprende la vejez cuando se dan cuenta que han perdido las huellas digitales a punta de cloro y jabón. Cuando los hombros ya no responden para vaciar la olla pitadora, para sacar y extender la ropa o cuando cuesta arriar la escoba y el trapero con el empeño de antaño. A las trabajadoras domésticas las sorprende la vejez, forasteras de sus propios hogares, sin ahorros o escasamente con lo puesto, porque dedicaron su vida a cuidar de los ajenos.Lea también: El efecto YalitzaHuérfanas de seguridad social, estas mujeres que tanto aportaron a las últimas generaciones siguen trabajando pasados sus sesenta años, porque de ello depende su sustento y el de sus familias, porque los subsidios están, pero son insuficientes para una existencia digna y porque no accederán a una pensión de vejez.Sorprende esta situación si se tiene en cuenta que el acceso a la seguridad social en pensiones para el servicio doméstico nació con el Seguro Social en 1946. En efecto, el artículo 2 de la Ley 90 de 1946 consagraba la afiliación obligatoria de todo individuo que prestara servicios por un contrato de trabajo, expreso o presunto y sentenciaba: “inclusive los trabajadores a domicilio y los del servicio doméstico.” Pero 20 años después, les fue arrebatado el derecho mediante la expedición del reglamento general del seguro social obligatorio de invalidez, vejez y muerte; que, por virtud del brochazo de un parágrafo, las relegó a trabajadoras de segunda categoría junto con los independientes y los trabajadores del campo.No fue sino hasta 1988 que las trabajadoras de servicio doméstico recuperaron el derecho a exigir la afiliación obligatoria a pensiones (Ley 11 de 1988) y dicho derecho se ha mantenido y reforzado con la Ley 100 de 1993 y sus innumerables reformas. Entonces ¿qué pasó con las abuelas que fueron trabajadoras domésticas hace 20 años y que hoy no tienen pensión?Pasó que su futuro, hoy nuestro presente, no importó. Y es que por decreto no se cambian las prácticas ni las culturas. Pasó que ha sido usual en nuestra sociedad egoísta, tener la idea de que el trabajo doméstico es un favor para “ellas”, una velada compasión, un falso paternalismo, una obra de misericordia y, bajo esa errada idea, se han desconocido sistemáticamente los derechos laborales de muchas mujeres en Colombia.De conformidad con las cifras oficiales (Min. Trabajo) y según las estimaciones de la Gran Encuesta Integrada de Hogares GEIH – DANE entre abril de 2016 y marzo de 2017 680.000 personas estaban ocupadas en trabajo doméstico remunerado y a su vez se reportaba que 108.864 de ellas estaban afiliadas a Cajas de Compensación Familiar y por ende eras formales; de lo que se deduce que probablemente el 84% las personas “ocupadas” de las que habla el GRIH – DANE no acceden o accedieron a la protección pensional. Es por eso que celebro el reconocimiento que hace la Sala de Casación Laboral de la Corte Suprema de Justicia que en reciente sentencia, la SL2348-2019, reiteró que toda trabajadora de servicio doméstico tiene derecho a la afiliación, a la cotización y a construir su pensión; y que, el empleador omiso deberá responder con su patrimonio, en los mismos términos y con las mismas prestaciones que lo hace el sistema de protección social hoy día.Le puede interesar: Respetico, quíteme el doñaEl compromiso con nuestro futuro y con nuestras trabajadoras de servicio doméstico está en ser hogares laboralmente responsables. Reconocer y materializar sus derechos con vinculaciones reales, formales, sin simulaciones, sin trampas, sin elusiones. Haciendo por ellas lo que esperamos que nuestros propios empleadores hagan por nosotros mismos, pues el cambio empieza en casa.