En una secuencia de imágenes, un hombre camina solo y un poco apresurado, encogido de hombros, con la mirada perdida o quizá triste, en medio del tráfico de una gran ciudad. La cámara sigue sus movimientos. Sin un diálogo que contextualice la situación, nos preguntamos: ¿qué lo ha traído hasta ahí? ¿lo persiguen? ¿Huye de algo? No hay palabras ni música de fondo. Silencio solo.Leí en estos días que cada vez más creativos y narradores audiovisuales recurren a las historias silenciosas. Cansados del ruido ambiente y de tener que darle al público todo demasiado explicado, apuestan por contenidos donde es el espectador quien completa el relato. El lenguaje corporal, las imágenes, los detalles y las pistas se imponen sobre los sonidos y los diálogos.Una historia sin palabras es necesariamente ambigua, crea una conexión con su receptor a través de la sugerencia. La atmósfera se intuye, pero nada es seguro. Todo queda a la interpretación. Y el silencio es efectivo. Es un vínculo.Una historia silenciosa resulta compleja, estimulante. El misterio siempre atrae. Y es bueno que el narrador no nos tome por tontos al darnos todo mascado. Confía en que seremos lo suficientemente listos para seguir un cuento al que le faltan –o necesita– las palabras. Nosotros debemos encontrar las respuestas, asumiendo el riesgo a estar equivocados. Sin explicación ni contexto, sin porqués, nos proponen finales abiertos, historias no lineales, en las que nadie nos dice qué hacer o cómo entender lo que pasa. Y ¿por qué no? ¿Acaso no es así como funciona la vida?Pensaba el otro día en un viejo amigo con el que, de pronto, nos quedamos en silencio. Después de años de hablar todo el tiempo, sin que pasaran más que unas horas sin algún intercambio: una llamada, un WhatsApp, un comentario desde el otro lado de la mesa, una foto sugerente, un link interesante. Y, de golpe, nada.Pienso mucho en el silencio últimamente. A veces le temo: el silencio es el que suele anteceder las grandes catástrofes. O me acuerdo de silencios pasados que terminaron también con otros diálogos. Perder la posibilidad de hablar con alguien es una de las formas de la muerte. El otro existe cuando me oye, cuando puedo hablarle. Y pienso en esos silencios que se convirtieron en respuesta, distancia, pérdida, bofetada, censura o en una forma de engaño.Casi siempre procuramos romper el silencio cuando existe. Lo hacemos todo el tiempo, de hecho. Uno manda un mensaje. Marca los números de ese teléfono que ya no se levanta al otro lado. Escribe una carta que otro ya no leerá. Empieza un diario.Uno mira el silencio como si fuera un objeto. A veces siento que tiene una materialidad particular, casi sólida. Es un vacío que necesitamos llenar, es barrera, oscuridad, agujero. Uno mira un cuadro o una escultura y ahí lo ve, tan pesado como el material del que están hechas. Uno mira un ataúd y también: tan físico como una puerta cerrada.En el ruido cotidiano, el de la modernidad en la que las palabras no cesan –medios, teléfonos, voces, masas que hablan todas al mismo tiempo– el silencio lo interpretamos como un fallo, como una anomalía en el sistema. Al punto de que ya casi siempre sospechamos de él o no sabemos soportarlo. Lo callamos con música, televisión, alcohol, chats, amigos, lecturas interesantes o superfluas, tiros al aire en las redes sociales.Porque el silencio estorba como una molestia en la boca: uno lo tantea todo el tiempo con la lengua. Intenta evitarlo, pero no puede. Hasta que un día descubre que la llaga no está más ahí. Que sanó. Que ya no molesta. Y eso pasa sólo porque dejamos de hurgarla.¿Y si acaso fuera exactamente el silencio lo que necesitamos? Cuando uno calla empieza a escuchar. A veces nuestra propia voz es el ruido que no nos deja oír lo que intentan decirnos. Vivimos en un permanente monólogo que se interpone todo el tiempo en otros diálogos.Nos hemos acostumbrado a creer que el silencio es incómodo cuando, en realidad, en este murmullo permanente y sin relevancia, es bastante sano. El silencio es también complicidad, guiño, respecto, signo real de que alguien nos está escuchando. Quizá se nos olvidó que no hay que responder todo el tiempo, que es válido tardar en contestar una llamada, un chat, una pregunta; permanecer callados. Y que es mejor silenciar esas voces tan ruidosas, mezquinas, porque darles un altavoz es concederles en realidad más importancia. Seguirán hablando fuerte mientras les hagamos tanto caso.El silencio puede ser felicidad cuando dejamos de llenar con ruido el miedo, como cuando caminamos por una calle vacía, una playa desierta, un bosque en el que sólo se oye el viento, las pisadas en la nieve, los pájaros. El silencio también es una forma de sensatez, de sabiduría, de meditación antes de apresurarnos a decirlo todo tan rápido.Por eso me parecen tan interesantes las narrativas silenciosas de las que hablaba antes. Porque nos obligan a leer entre líneas, a apreciar la sutileza, a recordar que uno no necesita todas las respuestas, ni siquiera tantas palabras. De modo silencioso es como sucede en realidad la vida. Uno no entiende literalmente todos signos, procura poner las piezas en orden, asignar significados. Pero es así como se vuelve profunda. En el silencio entendemos mejor. Nos escuchamos.
Sobre la frente de la vaca el hijo coloca una máscara de cuero negra y se la ata a los cuernos. La vaca no ve nada. Se la quitarán en menos de un minuto cuando ya esté muerta. Diez pasos separan el establo del matadero. El matadero lo atienden un hombre ya mayor, su mujer, y el hijo de ambos.Al no ver nada, la vaca se resiste a avanzar, pero el hijo tira de la soga atada a los cuernos, y la madre le sigue agarrándola por el rabo. En la puerta del matadero la vaca vuelve a vacilar. Luego deja que tiren de ella. Dentro, a la altura del tejado, hay un sistema de rieles. Por ellos corren unas poleas de las que pende una barra de hierro con un gancho.El hijo sitúa el detonador contra la cabeza de la vaca. En la ejecución, la máscara hace a la víctima pasiva, y protege al verdugo de su última mirada. Ceden las patas y el cuerpo se desploma al instante. La vaca cae con la rapidez del rayo. El hijo empuja un pesado alambre por el agujero perforado en el cráneo, hasta el cerebro. Entra unos veinte centímetros. La madre sujeta con las dos manos la pata delantera. El hijo corta por la garganta y un raudal de sangre inunda el suelo.Los ollares rosados de la vaca tiemblan todavía. Su ojo mira sin ver, y tiene la lengua fuera, colgando a un lado de la boca. Una vez cortada, la lengua será dispuesta al lado de la cabeza y el hígado. Las quijadas, totalmente abiertas, sin lengua, y las dentaduras circulares están manchadas con algo de sangre, como si el drama hubiera comenzado con un animal, que no era carnívoro, comiendo carne.El cuerpo de la vaca se quiebra violentamente, y las patas traseras embisten al aire. Sorprende que un animal grande muera con la misma rapidez que uno pequeño.El hijo empieza a separar el cuero alrededor de los cuernos. Aprendió de su padre la rapidez en el oficio. La madre y el hijo trabajan muy compenetrados. Ella alcanza una carretilla con cuatro ruedas, parecida a un cochecito de niño. Él, con un solo tajo de su minúsculo cuchillo, abre una raja en cada pata trasera y prende en ellas los ganchos. La madre pulsa el interruptor que pone en marcha el montacargas eléctrico. El cuerpo de la vaca se alza por encima de ellos.Su trabajo es parecido al de los sastres. La piel es blanca bajo el cuero. La abren desde el pescuezo hasta el rabo, de modo que parece un abrigo desabrochado.El hijo da un corte en las cuatro pezuñas, las retuerce hasta que se desprenden y las tira a un cubo. La madre retira las ubres. Luego, a través del cuero abierto, el hijo parte el esternón con un hacha. Esto recuerda al último hachazo antes de la caída de un árbol, pues a partir de este momento, la vaca deja de ser un animal y se transforma en carne, al igual que el árbol se transforma en madera.La mujer empieza a lavar la carne y la seca después con un paño. El hijo separa con una simetría perfecta los dos flancos del animal. Ahora ya son piezas de carne. El campesino comprueba el peso. Ha acordado nueve francos por kilo. Esas piezas de carne con las que sueñan los hambrientos desde hace cientos de miles de años.Este relato hace parte del libro Puerca tierra, de John Berger, el escritor inglés que ha muerto hace un par de semanas. Y lo parafraseo aquí porque no hay nada que me guste más como lectora que compartir una joya cuando la encuentro. Y porque Berger fue, sobre todo, unhombre que enseñaba la importancia de aprender a mirar, porque la vista es la establece nuestro lugar en el mundo, ese que luego intentamos explicar con las palabras.Aprender a ver es una lección no solo suya. También Saint-Exupéry decía que “No hay que aprender a escribir sino a ver' porque la escritura es una consecuencia: de la experiencia, pero también de la mirada. Por eso hay que procurar ‘afilar los ojos’ todos los días, una expresión que es a su vez de otro maestro, Pedro Sorela, que fue quien me puso en la pista de la importancia de aprender a ver cuando se trabaja con las palabras.En la película italiana El tigre y la nieve, Roberto Benigni explica lo que es un poeta. Cuenta que, cuando era niño, una mañana, un pájaro se le posó en el hombro. Un pajarito precioso, que se paró sobre él casi una hora, cantando, mientras él intentaba permanecer inmóvil, como si fuera un árbol. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Y cuando el pajarito emprendió el vuelo, su emoción era total y fue corriendo a contárselo a su madre. “Pero qué te voy a creer”, le dijo ella, y el joven Benigni, decepcionado, supo entonces lo que quería ser en la vida: alguien capaz de contar bien una historia, de transmitir su emoción a los otros tras encontrar las palabras que hacen latir otro corazón igual que late el propio.Cuando Berger murió hace unos días me acordé, entre todos los textos suyos que he leído, de esos campesinos y su vaca, de cómo él me hizo sentir la corriente que la mata desde el cráneo, de la visión de su carne troceada, el suelo ensangrentado, la venta al peso de sus órganos, la ceguera con la que se encamina a la muerte desde el establo, su paso de ser vivo a moneda de cambio.Y lamento la muerte de un narrador como él porque en los tiempos que corren hacen cada vez más falta los poetas, esos que nos enseñan a volver a ver el arte, el horror, la tiranía, la belleza o el espanto; aquello que tan pocos saben relatar, como supo Benigni cuando niño, todo eso que de tanto ver se nos vuelve invisible o lamentablemente cotidiano.
De viaje, el tiempo cuenta el doble. Lo sabe cualquiera que haya salido de casa. Yo llevo más de diez años entre partidas y regresos –las dos primeras palabras que pierden sentido para un viajero– y, una vez más, sintiéndome veinte años más vieja, decido volver a casa.He recorrido cientos de paisajes a pie, en avión, en carro y en bicicleta; volando en parapente o buceando a veinte metros de profundidad. Y en ese trasegar he ido acumulando pequeños objetos que cargo conmigo en cada mudanza, que hacen muy pesadas mis maletas. Hay quien dice que hay que desprenderse, que los objetos te lastran. Pero yo he llegado a la conclusión de que eso que cargo –desde un pequeño elefante esmaltado de la India a una escultura volterrana, ciertos libros, un par de fotos, mis libretas–son los que me permiten cumplir esa sentencia de Rossi Brandotti que dice que “ser nómada no es no tener casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier sitio”. Esos objetos son mi casa.He viajado sin pausa por razones que he explicado más de una vez: por la necesidad del movimiento y la distancia, para mirarme y mirarnos de lejos y de cerca, en busca del silencio, la soledad y el anonimato. He ido para ver e intentar entender a los que son distintos a mí, para explicarme y explicarnos al mirar con atención en ese espejo que son los Otros. He perseguido la belleza y huido de la fealdad, el ruido, el gregarismo, el exceso de amor que me ata a los sitios y la tristeza. Y por el temor a que me aprese alguna vez una frontera, la masa, un grupo o una bandera, he buscado sin descanso el desarraigo, una condición, creo, indispensable para la libertad. Esos viajes han sido una lucha constante por conquistar una mirada propia, consiente del privilegio de construir mi propio espectáculo, de inventar mi guion, decidir los escenarios y hacer de mí misma el personaje que más me interesa. Es así como he intentado escribir con mi propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal de hacer con la propia vida una obra de arte y aspirando a construir con todo ello una obra, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. El viaje ha sido mi forma de respiración. Pero una vez más, mi ruta apunta a casa. Todavía no he llegado pero sé que es mi lugar porque, como le escuché una vez a Delibes, hogar es ese lugar en el que alguien te espera. Y eso me hace consciente de otra suerte: de que no tengo una sino varias patrias porque en todas ellas hay uno o varios afectos que me están esperando.Vuelvo para buscar en una momentánea inmovilidad aquello que ya no puede darme el movimiento. Si en el viaje, decía, el tiempo cuenta dos veces, este regreso habrá de ser una especie de laboratorio para experimentar de nuevo la vida en marcha lenta. Para suspender, por un momento, mi pelea con el tiempo. Intentar edificar, por fin, mi propia casa. Juntar esas cajas desperdigadas en más de seis ciudades y que componen mi biblioteca. Buscarle nuevamente un espacio a esos objetos que cargo. Comprobar si es cierto que en la quietud, como en el movimiento, es posible encontrar la riqueza interior. Desempacar. Soltar el lastre que es también el camino recorrido, la experiencia. Y porque al dejar atrás uno se libera también de lo que carga.Vuelvo para aprender otra vez la vida simple, pero con el cuidado de no instalarme para no caer en los pantanos del hábito ni acomodarme por completo a un lugar porque eso significaría empezar a morir. Vuelvo, asimismo, para dejar de escapar. Para cumplir viejas promesas. Para valorar esa especie de máquina del tiempo que es el regreso, esa que permite devolver el reloj y enmendar ciertos errores, corregir las líneas de nuestro propio mapa.Vuelvo para empezar otra vez a edificar, porque he comprendido ya lo mucho que me gustan los comienzos.Vuelvo porque quiero estar a tiempo para enterrar a mis muertos. Uno se va joven, cuando ser valiente significa, entre otras cosas, que no nos asusta la vejez ni la soledad, cuando todavía, ni por asomo, nos asalta ese temor que se vuelve nítido con los años y que nos anuncia que los que hemos amado un día no estarán más.Vuelvo para aprender a despedirme, cuando los que se marchan son los otros.Vuelvo también para chocar con las ausencias; para confrontar cómo desaparecen nuestros escenarios de infancia. Vuelvo para constatar que los viejos empequeñecen, para llenar ese espacio que falta entre su cuerpo y el nuestro cuando los abrazamos.Vuelvo para mirarme al espejo y comprobar lo mucho que me parezco a los míos y a mis mayores; para empezar a mirar sus arrugas sin esquivar la mirada. Vuelto para hablar en silencio ante el vacío de los que ya no están; para aprender por fin que lo fácil siempre fue marcharse.Vuelvo para volver a extrañar el afuera, para añorar a otros. Para ver con la claridad que nos da la distancia.Vuelvo para continuar la búsqueda de mi lugar en el mundo. Para contar lo que he visto y aprendido. No hay viaje si no hay relato.Volver, en últimas, para seguir viajando.
“Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras”, escribió Borges en ese cuento fantástico que es La lotería en Babilonia. La historia cuenta que, en un principio, hubo una lotería que era como las que conocemos, con premios en dinero. Pero poco a poco la gente perdió interés y la compañía que la organizaba decidió empezar a repartir no sólo números favorables sino también adversos, que podían significar para ‘el afortunado’ desde el pago de una multa hasta la cárcel o crueles castigos. Ese peligro emocionó al público; la lotería se convirtió en parte esencial de la vida y jugaban por igual los pobres y los ricos. Con el tiempo, la lotería llegó a ser gratuita, además de secreta y general. La participación se volvió obligatoria y las consecuencias, de todo tipo. Un participante con suerte podía ganar un ascenso, que encarcelaran a alguno de sus enemigos o encontrar la mujer de sus sueños. Pero una jugada adversa suponía la mutilación, la infamia o la muerte, entre otros resultados terribles.“Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir, la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad, el número de sorteos es infinito”.Como si fuéramos todos habitantes de ese lejano país, nuestra vida funciona como la lotería en Babilonia. El cerebro toma decisiones todo el tiempo, de las que no conocemos las consecuencias, la mayoría de ellas de modo inconsciente. Abrir o no una puerta, dar el primer paso con el pie derecho o el izquierdo, parpadear para que no se nos sequen los ojos… Guiados por una especie de piloto automático, tomamos decisiones que, según ha entendido ya la ciencia, son el resultado de un cerebro que actúa del modo que considera más adecuado para nosotros. Gerd Gigerenzer, neurocienti?fico alemán, explica que, aunque no seamos conscientes de ello, el cerebro infiere todo el tiempo la realidad. Se la pasa haciendo conjeturas y cálculos a partir de la información que recibe por los sentidos, la experiencia, la memoria, y nos ahorra el trabajo de razonarlo todo. Y, de paso, no volvernos locos.Y sucede algo fascinante, según explica Gigerenzer, y es que ese piloto que decide lo elemental, casi siempre con acierto, lo hace también bastante bien en lo no tan pequeño. Este científico ha constatado que suelen ser más acertadas las decisiones intuitivas que aquellas muy razonadas, cuyos pros y contras balanceamos con esmero. “Tomamos mejores decisiones si tenemos en cuenta un buen argumento que si contemplamos diez no tan buenos”. Es decir, que no solo es útil descartar parte de la información a la hora de elegir, de lanzarse, sino que el instinto y la intuición –si acaso no son lo mismo– son atajos a través de los cuales el cerebro decide más rápido y con mayor acierto.Nos instruyen todo el tiempo con frases del tipo “Más se pierde por no decidir que por tomar decisiones”; “Haz siempre lo que temas hacer”; “Aquel que piensa mucho ante de dar un paso se pasará toda la vida en un solo pie” o con esa famosa conversación de dos hombres en un bar: ¿Y usted que toma para ser feliz? —Yo, decisiones. Pero lo único cierto es que nunca podemos conocer las consecuencias totales de cada elección. No existe respuesta para el “qué hubiera pasado si…” que a todos alguna vez nos persigue.El cuento de Borges habla del azar de la vida –y en el fondo todos aceptamos que es así, que hagamos lo que hagamos tenemos muy poco control sobre nuestro destino– y, sin embargo, nos pasamos los días intentando tomar decisiones conscientes, racionales, analizando pros y contras como si ese fuera un método infalible y no un simple consejo que Benjamin Franklin le dio a un amigo en una carta, por allá en 1772.Por eso mi propósito para el 2017 será confiar más en el instinto, ese que ya la ciencia empieza a confirmar que se anticipa casi con tanto acierto como los algoritmos. Entender, como explica Gigerenzer, que la mejor decisión en una situación de riesgo conocido no es necesariamente la mejor cuando las consecuencias son impredecibles y que los problemas complejos no requieren casi nunca soluciones complejas. Respetar la experiencia; calcular los riesgos solo cuando los alcances sean en realidad calculables, pero confiar en la intuición cuando los resultados sean desconocidos; dejar de esconder el instinto detrás de los análisis y los datos para justificarme y porque en teoría me protegen, y aceptar, como se lee en La lotería en Babilonia, que “Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras”. Sí, uno puede elegir ese placer que supone la construcción consciente de la propia vida, pero al final, con cualquier decisión, todos los resultados son igual de azarosos, de arriesgados, infinitos.
En el 2013 fue ‘Selfie’. En el 2015, el emoji que llora de la risa. Y en el 2016, ‘posverdad’. Todos los años, Oxford elige la nueva palabra que incluirá en su famoso diccionario y la semana pasada anunció que el neologismo ‘post-truth’ se ha impuesto como el nuevo término para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.En otras palabras, no importa la razón sino las tripas. La verdad se ha vuelto irrelevante. El término pretende describir la conmoción que ha supuesto el Brexit, el triunfo de Donald Trump y la derrota del Plebiscito para la paz, tres posverdades que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist ya lo explicaba a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política ‘posverdad’: una confianza en afirmaciones que se ‘sienten verdad’ pero no se apoyan en la realidad”.En Estados Unidos circuló un supuesto mensaje en el que el papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano, otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual el auge de Hillary estaba rodeado de varias muertes, entre ellas las de un agente del FBI que la investigaba y un empleado del partido demócrata que iba a testificar contra ella. Aquí, por Facebook y Whatsapp, circulaban cadenas que afirmaban que, de ganar el sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial, que los votos del No serían borrados gracias a los esferos borrables que se instalarían en las mesas de votación y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo mentira, que en estos tiempos ya no sobra repetirlo.Entonces, cuando se sabe por estudios como los del Pew Research Center que el 60% de las personas emplea las Redes Sociales para informarse, ¿cómo combatir todos esos posts que “parecen verdad” pero no hacen más que desinformar y confundir? Porque no pasa sólo en temas políticos: basta entrar a Facebook cualquier mañana para ver cómo uno de tus amigos ha compartido un post que explica, en letras mayúsculas, cómo el limón es el gran remedio contra el cáncer, cómo el cilantro puede eliminar todos los metales del cuerpo en 42 días o cómo las farmacéuticas desarrollan medicamentos que no curan enfermedades sino que las cronifican para mantener su industria multimillonaria.Tres meses después de que Facebook despidiera a los 18 editores que seleccionaban las noticias destacadas en favor de un algoritmo para hacer el trabajo, la plataforma ha sido acusada de influir en el resultado de las elecciones gracias a la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg insista en que esa influencia no ha sido tal pero, al mismo tiempo, se una a Google para impedir el acceso a la publicidad a las páginas web que promuevan esos bulos, yo soy pesimista y creo que ya no hay solución para esta deriva.Antes, los grandes medios, los buenos periódicos y revistas, ejercían el papel de porteros, evitando con sus verificadores de datos y su ética esos goles tan fáciles de colar a través de la apariencia de noticia. Pero ellos ya no controlan la distribución de sus contenidos. La gente ha dejado de valorar las fuentes –les da igual si la información está publicada en el New York Times o en chucuchuchucuchu.com– y la pérdida de credibilidad que padecen las grandes cabeceras, en algunos casos con razón, tampoco ayuda a parar la expansión de esta problemática. Y todo esto mientras lo que se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad; abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia y el resto difunde bulos por pura ignorancia.Pero lo que más inquieta no es solo que la gente divulgue y crea en falsas afirmaciones y paranoias conspiratorias, sino que llamemos “posverdad” a lo que no es otra cosa que mentira. Y que encima se incluya en el diccionario. Como en el 1984 de Orwell, cuando el Ministerio de la Verdad reemplazaba oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir mal; dejamos de llamar a las cosas por su nombre y nos olvidamos de que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la democracia.Y así es como nos encaminamos demasiado veloces a cumplir ese presagio en el que para el 2050 ya habríamos todos adoptado la Neolengua, esa cuya finalidad “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”. Si no es que estamos ya ahí, en ese momento estelar de la historia en el que LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD, LA ESCLAVITUD. LA FUERZA, LA IGNORANCIA.