Recuerdo desenfocado de un domicilio sin espacios para la nostalgia
Es la casa de la que menos imágenes tengo. Solo almaceno una, contundente, que era la del solar, en una especie de pendiente, con platanales y muchas matas de mafafa que nunca supe quién sembró, y ni siquiera las pudimos usar en ninguna cocción. No entraron en nuestra dieta. Decían que era una buena fuente de carbohidratos en forma de almidón. Pero nada. Mamá nunca se animó a aprovechar ni las hojas, que se podían hacer en sopa, ni los tubérculos. Esta exótica planta se extendía por buena parte de aquel solar inapetente, impersonal, que no convocaba a ninguna meditación o contemplación.
Si de su adentro no poseo un buen repertorio de imágenes, de su afuera, sí. Estaba sobre El Carretero, una calle ancha y larga, por la que discurrían, además, los buses de pasajeros que venían e iban para La Cumbre, Playa Rica, Bellavista y otros barrios. Era como una frontera entre El Congolo y Andalucía. Muy cerca todavía estaba, hacia el occidente, el café El Amigo (en el que muchas veces sonaba el tango Tres amigos) y en la otra esquina, hacia el oriente, el bar La Isla, en el que no faltaban las broncas y el malevaje. No tengo precisión sobre la fachada, pero, me parece, que era de granito, con dos ventanas y una puerta de cuyo color no me acuerdo.
La llamamos la Casa del Platanal y, creo, hubiera sonado mucho mejor la Casa de la Mafafa. Por entonces, se escuchaba en la radio una canción de Los Corraleros de Majagual con Eliseo Herrera (la original es de Los Guaracheros de Oriente): La matica de mafafa, en la que el vocalista hacía gala de su proverbial capacidad para los trabalenguas: “Josefita y la mafafa la miraba por la gafa, / Josefita y mafafita la miré por la gafita…”. No recuerdo si tuvimos cosechas de plátanos ni tampoco si había en el solar visitas de pájaros.
Al frente, en un segundo piso, vivían unas muchachas bonitas, aunque, creo, no las dejaban salir ni a la puerta, solo a asomarse por el balcón. Y, claro, en las madrugadas, cuando vestidas de uniforme de colegiala, iban a estudiar. Eran muchachas como para serenata. No tengo memoria de ningún vecino, aunque tengo la lejana idea de que por allí habitaba un sastre de apellido Areiza. A dos o tres casas de la nuestra, estaba la calle que descendía hacia El Congolo y por la que se podía ir a una escuela cercana, La Milagrosa. Y por la otra, la de la Isla, estaban las casas de los Marroquines y la de Tripa, un tipo que no gozaba de buenas famas.
La casa del platanal, que no era ninguna belleza, no tenía piso embaldosado sino de cemento pulido. En la sala, rojo; gris en los cuartos, que me parece que eran tres, más la cocina y los servicios sanitarios. Lo llamativo, quizá por lo estrafalario, o por una especie de desorden en la plantación, que además estaba acompañada de pedregones, era el solar, que, como pudiera decir cualquier señora de barrio, no provocaba. Era, me parece ahora, una casa sin identidad. Nada en ella hacía que uno se apegara, o que pronunciara un elogio a las paredes, a las piezas, a la sala. Nada. En ella flotaba un hálito de ausencia y puede ser que fuera un hospedaje de espíritus aburridos y de fantasmas desganados. Nunca supimos quiénes fueron los habitantes que nos precedieron. Tampoco recuerdo el nombre de su dueño.
No fue larga la estadía en aquel inmueble. No era amañador. Uno muy poco permanecía allí, porque, en aquel tiempo el cine era un atractivo y en la Universidad había ya modos de quedarse más tiempo en ensayos de música (que fueron tiempos de estudio en el conservatorio), en alguna asamblea estudiantil, y, sobre todo, en ir a los cines del centro de Medellín. Era una aventura de la ensoñación entrar al Lido, al Cid, al Ópera, al María Victoria, al Odeón y al Alameda.
Ya no era uno un muchacho de esquina, de galladas de barrio y por allí, en El Carretero, una calle con historia y que al doblar hacia el parque de Bello tenía un santuario con una virgen (La Milagrosa), no había ninguna posibilidad para detenerse a conversar con nadie. Tampoco iba uno a los bares, como la Isla, en el que alguna vez, de paso, vi una tremenda trifulca a machete y piedra, con descalabrados y una vasta presencia de curiosos.
Con algunos de los Marroquines en años anteriores habíamos jugado al fútbol y en aquella familia había muchachas lindas y amables. Años después de haber vivido en aquella casa, tuve un sueño en el que el solar había crecido tanto que parecía una calle llena de mafafas, pero, en vez de platanales, había árboles de los que colgaban algunos ahorcados. De las casas vecinas se asomaban esqueletos y de algún escondite imperceptible surgió una mujer oscura que intentó llevarme a la horca.
Aquella casa, como otras de la infancia y la adolescencia, también quedó atrás. Fue una estación más en un recorrido o errancia de años por una ciudad que ya cada vez tenía menos aspecto obrero y se estaba convirtiendo en una población de gentes de todos lados que traían un hondo desarraigo y se les notaba un malestar por no tener empleo o no encontrar el presunto paraíso que no se sabe quién les había prometido. Cuando nos mudamos a una casa de tercer piso, muy cerca del parque principal y también de la plaza de mercado, no tuvimos ningún motivo para lamentar la ausencia. No había lugar a despedidas. Tampoco para celebrar la nueva casa. Nos habíamos habituado a las mudanzas. No tuvimos ningún pesar. Y, tras unos cuantos meses de haber vivido allí, ninguna nostalgia nos asaltó por las improbadas mafafas ni por el platanal.