Casa de tiempos agitados

Autor: Reinaldo Spitaletta
6 julio de 2020 - 12:09 AM

Aquellos días de Violeta Parra, libros y un paro cívico nacional

Medellín

Llegamos con una parte de los corotos en un coche tirado por un lamentable caballo de lomos pelados y, la otra, en un camión de tres toneladas, de trompa roja, que me parece realizó dos o tres viajes. La casa estaba en un edificio esquinero de tres pisos, en cada uno había dos apartamentos y en el primero una farmacia donde antes estuvo la Barbería Venezuela, muy cerca de la plaza de mercado. Nos correspondió uno del tercero, con azotea, desde la cual se podían ver los llanos de Niquía en su inmensidad verdosa y, del otro lado, las cúpulas de la iglesia del Rosario.

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Se subía por una escalera embaldosada (creo que eran mosaicos amarillos y rojos) que, en un descanso, se bifurcaba: una en dirección al apartamento vecino y otra para el nuestro, que era, claro, alquilado. Fue la última casa de alquiler que habitamos. Aquella esquina, en una calle que atravesaba el parque de Bello, era de intenso movimiento de vehículos, carretillas, caballos, bulteadores... Había cerca una cantina donde molían deplorable música campesina. Afuera de ella, en la acera y la calle, se parqueaban ejemplares caballares que dejaban el piso lleno de boñiga y orín. Estábamos, en un límite fronterizo entre los barrios Prado y Manchester, y éramos, en rigor, habitantes del centro de una ciudad que todavía tenía fábricas de telas y la estación de un tren agónico. El taller del ferrocarril aún funcionaba y desde la casa escuchábamos con claridad el pito conductista de la factoría textil.

Poco parábamos en su interior porque más que todo nos manteníamos o en la universidad o en visitas a las tías, sobre todo una que habitó durante muchos años por la zona de El Palo (Gómez Ángel) y también en la carrera Niquitao, aunque mucho antes había vivido en un enorme caserón de Bomboná. La casa no tenía teléfono y fue allí donde conseguimos el primer televisor, que era en colores y estaba muy cerca de una máquina de coser, marca Wheeler & Wilson, una antigualla muy querida que a mamá la había acompañado durante no sé cuántos años.

Ya habíamos formado una biblioteca familiar, más bien precaria en cuanto al número de libros, aunque sobresalían en sus estantes de madera ejemplares en particular de escritores estadounidenses (Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Melville…), de europeos como Kafka, Camus, Flaubert, Balzac, Chejov, Böll, Lagerkvist…, en una mezcla rara con libros de marxismo, revistas chinas, textos de música (como libros de armonía y gramática musical) y algunos ejemplares sobre educación y la lucha de clases, así como el muy manoseado Los bienes terrenales del hombre, de Leo Huberman. Cada miembro familiar andaba por su lado y era poco lo que nos comunicábamos, porque, casi siempre, nos veíamos de afán o a la hora de salir temprano hacia los centros de estudio o muy tarde, al ir llegando cada uno de los cuatro hermanos a ocupar sus respectivas piezas.

El balcón era amplio y extenso y del mismo se podían apreciar tanto la calle 51 como la carrera 47. Limitaba con el de la casa siguiente. En esta habitaban unas muchachas muy bonitas, de las que ya no retengo el nombre. Usaban casi siempre short y blusas escotadas. Estudiaban en colegios privados, de monjas y curas. No sé si alguna de ellas, que eran como cinco, ya estaba en la universidad. Por la misma cuadra, que todavía era residencial, aunque ya se notaban algunos negocios, como uno de aceites de vehículos y otro de abarrotes, vivía una muchacha ojiclara y amonada, Edelmira, que uno de mis hermanos pretendía. Y a una cuadra estaba una plazoleta, que años atrás, antes de convertirse en parquecito, era un espacio de tierra amarilla donde llegaban las ciudades de hierro y los circos.

En aquella casa de ventanas de vidrio y buena iluminación, había una guitarra y llegaban a veces amigos de algún hermano a reunirse para hablar de filosofía o, en otros casos, para discutir asuntos sobre la caracterización de la sociedad colombiana, las elecciones y los abstencionistas o para deliberar sobre la clase obrera y el partido del proletariado. Allí nos correspondió estar cuando el paro cívico nacional, el más importante que, hasta entonces, 14 de septiembre de 1977, se había realizado en Colombia y cuya jornada, de dos días, dejó cerca de treinta muertos y huellas de alzamiento popular, pedreas, quema de llantas, tachuelas en las calles y un enorme frenesí de participación de la gente, sobre todo de los trabajadores y sus sindicatos.

En el entorno no conocíamos casi a nadie y ya habían pasado —para mí— los tiempos del fútbol callejero, de los partidos en mangas y canchas como las de Niquía y Santa Ana, y más bien aquella casa, en la que a veces temíamos que hubiera un allanamiento o un registro policial, que ya eran más o menos usuales por esos tiempos de agitación social, era un “dormitorio”; excepto para mamá que casi siempre, cuando no estaba de visita donde sus hermanas de Medellín o una de Copacabana, era su refugio permanente. Estaba ya en la convicción de que muy pronto iríamos a habitar una casa propia y, por eso, en los dos o tres últimos meses del tiempo que allí residimos, estaba en contacto con comisionistas, en inspeccionar ofertas, en estar de un lado a otro a ver qué se ajustaba no solo al presupuesto que ya casi era el adecuado, sino a sus gustos inmobiliarios y de localización.

El televisor que teníamos, valga decir, se lo ganó un hermano en una rifa de una entidad bancaria a la que llegaban con periodicidad los giros que papá enviaba desde Ipiales y desde otros pueblos de Nariño, donde trabajaba con empresas petroleras extranjeras. Ya había pasado por Barrancabermeja, por pueblos de Boyacá y del Valle del Cauca y estaba en alguna corporación de cuyo nombre no me quedan trazas. En todo caso, era una compañía gringa. La que más fiesta hizo fue mamá. Confieso que, desde antes de aparecer ese receptor y hasta hoy, es poca la atención que me despiertan los programas televisivos, incluidos telenovelas y otros dramatizados. Puede ser que la radio, en la infancia y la adolescencia, haya jugado un rol más interesante porque era una suerte de estímulo a la imaginación.

Aquella casa-apartamento, con vecinas bonitas y un ambiente externo que era una combinación de vestigios campesinos con presencias obreras y cafetines de tango en las cercanías, está inserta en el tiempo en que uno era aficionado al cine y hacíamos dos o tres veces a la semana presencia en teatros como el Libia, el Lido, el Cid y el Ópera y nos asomábamos los sábados por la mañana a los foros del cine club de la calle Maracaibo. Eran días en que nuestras lecturas oscilaban entre el Dieciocho Brumario y Las uvas de la ira, y los escritores de Estados Unidos, como Norman Mailer, Caldwell y Dos Passos, estaban entre nuestras lecturas predilectas. Ah, claro, eran los días de la revista Alternativa y el seguimiento tenaz a las obras de García Márquez.

Una casa a veces, o tal vez casi siempre, es una referencia a un tiempo, a unas ideas, a una situación personal. A vivencias íntimas que trascienden el ladrillo y las baldosas. Es parte, como esta tan cercana a centros de acopio de bastimentos, de una memoria particular. Aquella de entonces estaba conectada con músicas de Quilapayún y Mercedes Sosa, con las discusiones en torno a Pekín y Moscú y Albania y los obreros como una especie de deidad o quimera o no sé qué demiurgo o entelequia, una idealización. Muy bella y todo, con sus carpas de huelgas y cantos de Daniel Viglietti revueltos con poemas de Benedetti y la infaltable canción de Carlos Puebla al Che Guevara.

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Más que aquella casa, fue el tiempo en que la ocupamos el que nos dejó, creo, una marca de juventud, una vivencia de estudiantes críticos y desaforados, con ganas de saber de música, teatro, marxismo, cine, literatura, matemáticas y de estar muy cerca de las utopías. Aquella casa, en la que recalaban en su balcón los vientos de Niquía, a veces con cometas y palomas, olía a sudores de caballos y tenía los acordes de una canción de Violeta Parra.

  

 

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Comentarios:

Edgar
Edgar
2020-07-06 11:56:06
Don Reinaldo ha tocado una fibra curiosa, pues soy de los universitarios de los años 70s, cuando en la Ude A no reuníamos en el teatro Camilo Torres para ver discutir a los comunistas y socialistas acerca de su marxismo, leninismo, pensamiento Mao Tse Tung. Organizando los "desfiles" hacia las instalaciones de El Colombiano, cuando quedaban en el centro; yo me cuadraba en la cola, para salir volado con mis pocos amigos apenas comenzaban las primeras pedreas. Ja!

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