Cuadra de silencios y otras soledades

Autor: Reinaldo Spitaletta
11 mayo de 2019 - 09:14 AM

Una crónica con guayacán, consulta externa y pájaros alborotadores.

Medellín

¿Qué es esta cuadra? Si la comparo con aquellas de un remoto pasado, ahora durmientes en una inestable memoria con la propiedad —o quizá defecto— de poner bonito lo que era feo, de pintar de colores lo que ni siquiera tenía pintura, es apenas una soledad sin esquinas. Porque las esquinas, digo las de antes, las forjaban los muchachos sentados, o contra la pared, o de pies con una pierna en la acera y la otra en el pavimento, y tenían algún bar en el que jamás faltaron tangos. Y no había soledades. Al menos en uno. Porque, ya se sabe, la soledad es una manera de estar cuando los años te han enseñado a contemplar la vida y a aprender, con un poeta del Siglo de oro, que “a mis soledades voy, de mis soledades vengo”. Y entonces ¿qué es esta cuadra?

Ahora, como vivo más hacia el adentro, la cuadra no está en el coto de mis jerarquías. ¿Cómo decían antes? Ah, sí, o de mis prioridades. No es como, por ejemplo, aquella de la carrera cincuenta, un camino hacia el infinito morro Quitasol, delimitada por una esquina en la que, en una casa de plancha, habitaba la muchacha más pretenciosa (así decía papá) que ni siquiera alzaba a mirar a nadie, menos a nosotros, a los que habían afamado (o difamado) las señoras, en particular doña Marta la de la tienda, como patanes, perniciosos, vagos y nada temerosos de Dios ni del diablo. Y en la otra casa, con tejado español, una familia que, según las apariencias, había venido del campo.

En la otra esquina (así decían en boxeo) estaba, de un lado, el bar Florida, y, del otro, en el primer piso, una tienda de un tipo al que llamábamos El llanero y, en el segundo, el habitáculo de una doña a la que no sé por qué le teníamos el sobrenombre de La perra, habitante de una casa sin repellar y con tejas de asbesto. Y dentro de esos límites, había obreros de fábrica, muchachas bonitas, un señor que andaba con suavidad, la otra tienda, un solar tapado con una paredilla de ladrillos, en fin, que también habitó por allí una dama de trajes negros, muy nocturna ella, y sus hijos cuyo padre era el dueño de un circo.

Lea también: El extranjero, una metáfora del absurdo

Era una cuadra de fútbol, aunque este más que en el espacio sin asfalto, con calle que se embadurnaba de pantano tras las lluvias, lo practicábamos en la plazuela, ahí no más, en la cuadra siguiente. Entonces, para mayor precisión, era de futbolistas que tenían que jugar en la otra esquina. El listado es largo y no hace falta publicar la alineación.

calle spitaletta

Árboles, ladrillo, asfalto. Una cuadra es más  que estos elementos. Foto Spitaletta

 

Pero, esta cuadra de ahora, en la que habito hace nueve años, es un modo de la soledad. O de las ausencias. Al frente, y lo veo por el ventanal de la sala, hay un parqueadero, que alguna vez quiso ser un pequeño parque con bancas y jardín, rodeado de mallas. A veces, bueno, o casi todos los días, (la veo desde la ventana) llega una señora rubia con carro oscuro, abre las puertas batientes y va al edificio de enseguida, donde, supongo, en el segundo piso, habita su mamá. Ahí, por la acera que está al frente, se yergue un guayacán amarillo, al que arriman pájaros diversos, algunos estrambóticos y de otros mapas, con picos curvos, garras y muy bien emplumados. Hay meses en que sus hojas tapizan no solo el parqueadero de piso de cemento burdo y las aceras, sino la calle. Sucede igual, en otros momentos, con sus flores amarillas.

Después del edificio de ladrillo a la vista, hay una casa en la que ya no vive nadie en ella, aunque de día hay una fotocopiadora y cuelgan de una pared coloridos pendones con precios y servicios. Y hacia abajo, con antejardines en los que también hay laureles y crotos, una casa de dos pisos con una barbería en el primero; luego en casa grande y vetusta, una arepería, a la que se le pega otro caserón en el que hay una fábrica de pulpas de frutas. Y en la esquina, sí, en esa casa blanca con rejas, que fue inspección de permanencia, ya no vive nadie.

De este lado, o sea, en la misma acera de mi casa, que afuera, en el antejardín tiene un jazmín de noche (reemplazó a un viejo carbonero que murió de pie), una estrella de oriente y un limonero, hay una casa de dos pisos con balcón al que casi no se asoma nadie. En sus afueras crece una araucaria. Luego, en lo que hace años fue un enorme caserón, hay una institución de salud, sólo de consulta externa y laboratorio, que, a continuación, en otro gigantesco lote (nunca vi qué casa hubo allí, pero por lo menos mide ochocientos metros cuadrados) tiene el parqueadero privado. Y sigue un edificio de tres pisos, más bien anodino y sin ninguna distinción. Después, una torre de veinte pisos, que puede ser una de las más feas de la ciudad, se eleva sin dignidad arquitectónica alguna, con apartaestudios y en los bajos una tienda de autoservicio. Termina esta parte de la cuadra con abundante casona en la que funciona un centro de rehabilitación de drogadictos.

Le puede interesar: La metamorfosis o el fracaso de vivir

Esta cuadra ancha, con aceras y antejardines, con árboles y arbustos, con uno que otro geranio y matas que llaman de la felicidad, está en el día atiborrada de autos y otros vehículos estacionados, aparte de los que discurren siempre hacia arriba, rumbo a los barrios altos. Es, hasta más o menos las siete de la noche, una cuadra con movimiento y traqueteo de motores. Por la mañana, si uno atisba por el ventanal, verá siempre, sin falta, excepto los domingos, peregrinos a granel que van buscando el centro de la ciudad, a pasos raudos, como si fueran a llegar tarde al trabajo o al estudio.

Por la noche, hay una transformación. La cuadra se aquieta en una soledad silenciosa. Una noche, como a las diez, escuché unos gritos. Eran los de un muchacho de a pie al que querían asaltar los de una motocicleta. “¡Me van a atracar!”. Me asomé a la ventana y prorrumpí en un “¡hey!, ¡qué pasa! ¡Ladrones!”. El muchacho forcejeaba. No se dejó asaltar. Los rateros, como sorprendidos, emprendieron la fuga a los gritos de “¡gonorrea!”. El parrillero intentó tapar la placa con su mano. En los últimos tiempos, pasan mujeres y hombres rubios y muy blancos, sin duda extranjeros, y de vez en cuando monjas de hábito claro y un tipo moreno, barbado, con túnica a lo apóstol, roja y azul celeste, andando en sandalias.

En la esquina de arriba, diagonal al guayacán, y en la acera de mi casa, que voltea en su prolongación por la otra calle, hay un poste con una cámara de seguridad y el respectivo aviso: “Zona vigilada 24 horas”. Por las mañanas, se escuchan, cómo no, cánticos de diversos pájaros. Al atardecer suena la gritería de loros. Los martes y los viernes, por las noches, desfilan indigentes que abren las bolsas de basuras, las riegan en muchas oportunidades, se llevan el reciclaje y se encuentran sin saludarse. Hay un hombre, con dulceabrigo rojo, que en el día cuida y organiza los carros y motocicletas que llegan al servicio de salud. En un tiempo, olía en las mañanas a papas, buñuelos y empanadas de una cafetería que ya cerraron.

Guayacan en la calle

Guayacán y silueta de edificio. Foto Spitaletta

 

Si no fuera por los guayacanes (hay tres), los laureles y el frondoso arbusto galán de la noche (así también le dicen, aunque todavía no perfuma), sería una cuadra sin gracia alguna. Si quieren saber cuáles son los sonidos del silencio, pueden pasar un domingo después de las ocho de la noche. Es una cuadra para los que ya vivimos más hacia adentro que hacia el exterior. No hay niños y hace poco murió el vecino del primer piso, un ingeniero geólogo de pocas palabras y con apariencia de no querer seguir viviendo. No hubo aviso funerario y no sé dónde fueron las honras fúnebres.

Además, lea: La filósofa de la pierna de palo

Todavía por esta cuadra se escucha el pregón del mazamorrero y los alborotos de un carrito de helados con altoparlante. Pasa, antes del mediodía, de lunes a sábado, la señora que anuncia tamales a tres mil. Y dos veces a la semana, a mi puerta toca Aurora, una viejecita de bastón que vende inciensos y confites.

A diferencia de aquella antigua cuadra de estropicios, con muchachas de minifalda y obreros de factorías textiles, gritos de fútbol callejero y señoras de chisme a flor de piel, por acá no hay saludos de puerta a puerta ni de ventana a ventana. Y, en rigor, no sé cómo se llama la señora rubia del carro oscuro, ni su mamá, ni los que habitan en el primer piso en diagonal (una señora amonada y su marido), ni los de enseguida, ni la señora de las fotocopias. Solo sé el del caballero del dulceabrigo rojo, el de uno o dos taxistas y los de la viuda y los dos hijos del señor que dejó de vivir para siempre en esta cuadra.

Compartir Imprimir

Comentarios:


Destacados

Carlos Vives
Columnistas /

Para adelante y para atrás

El Mundo inaugura
Columnistas /

EL MUNDO fue la casa de la cultura de Medellín

Mabel Torres
Columnistas /

Firmas y responsabilidad

Guillermo Gaviria Echeverri
Columnistas /

La desaparición de EL MUNDO

Fundamundo
Columnistas /

Mi último “Vestigium”

Artículos relacionados

Fútbol, vida, trampa y milagros de Reinaldo Spitaletta Hoyos
Literatura

Lecciones de fútbol por Reinaldo Spitaletta Hoyos

El último libro que publicó Spitaletta contó con la colaboración del ilustrador Mauricio Morales Castrillón.
Crónica de Reinaldo Spitaletta
Urbanismo

Apartamentos sin afuera y sin adentro

Una crónica sobre cómo vivir entre ladridos, altoparlantes chillones y otros aullidos.
Medellín
Urbanismo

¿Cuándo se jodió Medellín?

El desarrollo cultural que ha tenido la ciudad ha traído consigo el cambio de mentalidad de muchos ciudadanos, que sólo tienen su mirada puesta en “Don Dinero” y...

Lo más leído

1
Superior /

Las mujeres en la ciencia, una historia marcada por brechas de género

Pese a los grandes avances de las mujeres dentro de las ciencias exactas, la ingeniería y la tecnología,...
2
Columnistas /

¿Glorieta, rompoi o romboi?

@ortografiajuanv explica las interrelaciones de culturas y la formación de nuevas palabras
3
Columnistas /

Cinco cosas a favor y cinco en contra sobre el comunismo extinto

Los comunistas son tan enfáticos en su convicción que con la mayoría resulta imposible hacer un diálogo
4
Cazamentiras /

Nicolás Maduro, ¿colombiano?

Recientemente, usuarios en las redes sociales reavivaron la polémica en torno a la nacionalidad del...
5
Columnistas /

¿Dulcecito o dulcesito?

El elemento que agregamos al final de una palabra para cambiar su sentido se llama sufijo… Este sufijo...
6
Cazamentiras /

La falsa carta de despedida escrita por Gabo

Desde hace más de una década, usuarios en internet han difundo un texto bajo el nombre de Gabriel García...