Decisiones

Autor: Juliana González Rivera
29 diciembre de 2016 - 12:00 AM

“Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras”, escribió Borges en ese cuento fantástico que es La lotería en Babilonia. 

“Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras”, escribió Borges en ese cuento fantástico que es La lotería en Babilonia. La historia cuenta que, en un principio, hubo una lotería que era como las que conocemos, con premios en dinero. Pero poco a poco la gente perdió interés y la compañía que la organizaba decidió empezar a repartir no sólo números favorables sino también adversos, que podían significar para ‘el afortunado’ desde el pago de una multa hasta la cárcel o crueles castigos. Ese peligro emocionó al público; la lotería se convirtió en parte esencial de la vida y jugaban por igual los pobres y los ricos. Con el tiempo, la lotería llegó a ser gratuita, además de secreta y general. La participación se volvió obligatoria y las consecuencias, de todo tipo. Un participante con suerte podía ganar un ascenso, que encarcelaran a alguno de sus enemigos o encontrar la mujer de sus sueños. Pero una jugada adversa suponía la mutilación, la infamia o la muerte, entre otros resultados terribles.

“Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir, la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad, el número de sorteos es infinito”.

Como si fuéramos todos habitantes de ese lejano país, nuestra vida funciona como la lotería en Babilonia. El cerebro toma decisiones todo el tiempo, de las que no conocemos las consecuencias, la mayoría de ellas de modo inconsciente. Abrir o no una puerta, dar el primer paso con el pie derecho o el izquierdo, parpadear para que no se nos sequen los ojos… Guiados por una especie de piloto automático, tomamos decisiones que, según ha entendido ya la ciencia, son el resultado de un cerebro que actúa del modo que considera más adecuado para nosotros. Gerd Gigerenzer, neurocienti?fico alemán, explica que, aunque no seamos conscientes de ello, el cerebro infiere todo el tiempo la realidad. Se la pasa haciendo conjeturas y cálculos a partir de la información que recibe por los sentidos, la experiencia, la memoria, y nos ahorra el trabajo de razonarlo todo. Y, de paso, no volvernos locos.

Y sucede algo fascinante, según explica Gigerenzer, y es que ese piloto que decide lo elemental, casi siempre con acierto, lo hace también bastante bien en lo no tan pequeño. Este científico ha constatado que suelen ser más acertadas las decisiones intuitivas que aquellas muy razonadas, cuyos pros y contras balanceamos con esmero. “Tomamos mejores decisiones si tenemos en cuenta un buen argumento que si contemplamos diez no tan buenos”. Es decir, que no solo es útil descartar parte de la información a la hora de elegir, de lanzarse, sino que el instinto y la intuición –si acaso no son lo mismo– son atajos a través de los cuales el cerebro decide más rápido y con mayor acierto.

Nos instruyen todo el tiempo con frases del tipo “Más se pierde por no decidir que por tomar decisiones”; “Haz siempre lo que temas hacer”; “Aquel que piensa mucho ante de dar un paso se pasará toda la vida en un solo pie” o con esa famosa conversación de dos hombres en un bar: ¿Y usted que toma para ser feliz? —Yo, decisiones. Pero lo único cierto es que nunca podemos conocer las consecuencias totales de cada elección. No existe respuesta para el “qué hubiera pasado si…” que a todos alguna vez nos persigue.

El cuento de Borges habla del azar de la vida –y en el fondo todos aceptamos que es así, que hagamos lo que hagamos tenemos muy poco control sobre nuestro destino– y, sin embargo, nos pasamos los días intentando tomar decisiones conscientes, racionales, analizando pros y contras como si ese fuera un método infalible y no un simple consejo que Benjamin Franklin le dio a un amigo en una carta, por allá en 1772.

Por eso mi propósito para el 2017 será confiar más en el instinto, ese que ya la ciencia empieza a confirmar que se anticipa casi con tanto acierto como los algoritmos. Entender, como explica Gigerenzer, que la mejor decisión en una situación de riesgo conocido no es necesariamente la mejor cuando las consecuencias son impredecibles y que los problemas complejos no requieren casi nunca soluciones complejas. Respetar la experiencia; calcular los riesgos solo cuando los alcances sean en realidad calculables, pero confiar en la intuición cuando los resultados sean desconocidos; dejar de esconder el instinto detrás de los análisis y los datos para justificarme y porque en teoría me protegen, y aceptar, como se lee en La lotería en Babilonia, que “Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras”. Sí, uno puede elegir ese placer que supone la construcción consciente de la propia vida, pero al final, con cualquier decisión, todos los resultados son igual de azarosos, de arriesgados, infinitos.

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