Va al puesto de coordinación de la sala donde le indican que tiene una llamada de su padre
Es más que un hospital de guerra. Los enfermos de la pandemia están en todos lados de la sala de urgencias a la espera de una cama de cuidados intensivos. Muchos no la alcanzarán, a pesar de que son jóvenes. Quién sobrevive y quién no, es una decisión que hay que tomar en fracciones de segundo, de manera automática, sin siquiera mirar a los ojos del paciente. El protocolo de guerra lo cubre legalmente y, se dice a sí mismo, lo conforta moralmente: primero, los integrantes del personal médico que no están en fase terminal; luego, los jóvenes que tienen alguna probabilidad de sobrevivir; después, los adultos que están en buenas condiciones; posteriormente, los mayores de sesenta que no estén en condición crítica y no tengan enfermedades crónicas; y finalmente los mayores de setenta, si queda algún médico y algún recurso con el que pueda atenderse. Menos más que no ha tenido que decidir sobre los mayores de ochenta. La norma ya lo hizo por él: dice que ellos no tienen derecho a tratamiento, como medida para no colapsar el sistema y conservar los recursos para tratar a los prioritarios. De hecho, a los que están en retiros de ancianos, ni siquiera los llevan al triaje.
Emanuel comparte el argumento que sustenta esa última determinación. Se trata de una decisión racional: los mayores al haber vivido más que los otros, han tenido la oportunidad de disfrutar la vida (o sufrirla), y aunque han aportado al andamiaje social, ya este los ha recompensado suficientemente, por lo que los recursos, que son finitos, tienen que orientarse a los que han vivido menos y tienen mucho que dar a la sociedad. Además, está científicamente sustentado por la teoría de la evolución que no tiene corazón y que determina que sobreviven los más fuertes. La racionalidad del argumento fue puesta en duda por un compañero suyo que señaló que curiosamente parecía ser funcional a los intereses de ciertos sectores que encarnaban una versión del mundo feliz que denunció Orwell. Las palabras de su colega se le grabaron como una piedra incómoda en su conciencia: “Mundo feliz, sin viejos y sin enfermedades crónicas, fondos de pensiones felices, sistemas de salud que gastarán en prevención, pero no en enfermedades crónicas, catastróficas y huérfanas”, sin embargo, se dijo que eso no era necesariamente malo porque había que sobrevivir a la epidemia para que el género humano siguiera existiendo. Era duro, parecía cruel, pero ese era el único camino.
Un llamado por el altavoz le interrumpe sus reflexiones. Va al puesto de coordinación de la sala donde le indican que tiene una llamada de su padre: “Aquí en el hogar geriátrico ya está la pandemia. Yo tengo los síntomas, por lo que te llamo para despedirme. Cuídate mucho. Debo colgar porque muchos otros quieren llamar, por última vez a si familia”.
Emanuel no pudo llorar. Por alguna razón, sólo atinó a pensar, profundo creyente como era, en el significado de su nombre, porque Dios no está con nosotros. Sobre todo, con los que mueren. Y una frase de Perelman lo golpeó como un martillo en la cabeza: “Mil muertos son una estadística. Uno nuestro, es una tragedia”. Cómo dolía.
Volvió a la sala e intentó salvar a un joven. No sabía quién era, cómo manejaría su vida, si llegaría a ser feliz y a ser útil a la sociedad. Lo hizo porque la ley de la evolución y el protocolo así lo exigían. Como la muerte de su padre.