Es como si la ciudad hubiese acordado permitir que se fueran para que no regresen nunca. No pasan de a uno, ni en pequeños grupos. No. Se agrupan
En la mañana eran miles. Ahora son cientos de miles. Los puedo ver a simple vista y por las imágenes que me proporciona un dron. Están detenidos, en tensa calma, en un silencio absolutamente extraño, guardando energía para el asalto final. Cruzarán la frontera por el puente. No hay jefes ni jerarquía. Hombres, mujeres y niños no esperan ninguna señal convenida; sólo que alguien comience a correr, y ese alguien ya está listo. Es un niño de unos doce años, descalzo, en camiseta. Imagino en sus ojos la desesperación y la determinación del que ya lo perdió todo, menos la vida, que se jugará en instantes.
El puente espera las pisadas, las intuye, las teme. El niño empieza a correr y tras él, luego de un momento de vacilación, uno, dos, tres, cinco, todos. Al lado nuestro hay barricadas y hombres armados, prestos a disparar a la orden del comandante. Pero ésta no llega. En cambio, dice a través del altavoz, hay que hacerse a un lado y dejarlos pasar. Comienzan a llegar los primeros, que destruyen los obstáculos, luego, como un aguacero y después como una tormenta, pasan los que no han sido pisoteados muertos por sus compañeros. Son cientos los que yacen en el puente. Algunos se quejan; otros, es claro que están muertos.
La horda se dirige a la ciudad. Llegan a los hospitales pidiendo ayuda para vencer la pandemia. Entonces me doy cuenta de que es un ejército de enfermos. Tosen, escupen, se agarran con sus manos calientes a los funcionarios. Pero nadie puede ser atendido porque el sistema de salud está colapsado con los locales y los extranjeros que llegaron días antes. La ira se apodera de ellos. Saquean los hospitales, luego van a los supermercados y las farmacias, después, a las viviendas. Nada queda en pie. Son langostas humanas, pienso, sufriendo de coronavirus.
Entonces, la policía y el ejército tratan de detenerlos. Primero, con disparos al aire, luego, al cuerpo. Decenas, centenas, caen, pero nada detiene el furor. No, al menos, durante un par de horas, y no por los disparos, sino por el cansancio y la fiebre.
Cuando comienza a caer la tarde, como si hubiesen recibido un mandato secreto, comienzan el camino de regreso al puente, sorteando como pueden los cadáveres que yacen sin rostros de sorpresa. Aquí, nadie los molesta. Es como si la ciudad hubiese acordado permitir que se fueran para que no regresen nunca. No pasan de a uno, ni en pequeños grupos. No. Se agrupan, otra vez, en una masa amorfa que inicia el regreso. Esta vez, lentamente, cansados, más enfermos, derrotados. Pero la Guardia no los deja pasar, por lo que, otra vez, con más ira, si cabe, corren hasta superar a los tiradores.
Nunca se supo cuántos de ellos murieron. De los nuestros, quinientos cincuenta ese día. Más los que produjo la epidemia que trajeron masivamente. Van dos mil, que pueden llegar a ser muchos más, a medida, que el nuevo contagio, que ya estaba siendo controlado, se dispare.
De los fallecidos allá por la enfermedad, no existen datos. Y no porque los guarden como un secreto de estado; es simplemente que no tienen cómo contarlos. Pero suponemos que superan cualquier proyección. Y eso que el tirano dijo que había ido al futuro y encontrado la cura.