Jaime Jaramillo Panesso revisa la historia de una de las figuras trascendentales en la historia del tango: la del compadrito.
Los argentinos y los uruguayos son los herederos forzosos de esa música y ese baile con taquito militar. Como el jazz y otras músicas populares, surgió en los sitios más oscuros de la noche para después crecer a plena luz del día y al atardecer se juntó con el vals y la milonga. Como una mancha lúdica y sensual se metió luego en el centro bonaerense y se expandió por el mundo, arraigó en el Japón, en Alemania, en las grutas arrabaleras de las ciudades latinoamericanas, en los cafés de los estudiantes hispanoparlantes. Se enredó en las piernas de los bailarines de todos los salones que saben del gozo de la pareja abrazada. Es decir: porque ya no es de ellos, los del sur, sino de todos nosotros, inclusive del que solo tararea la undívaga melodía que arrastró por este mundo, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
Un siglo hace ya que el compadre quedó atrás, criollo aquerenciado de a poco y por necesidad en la gran ciudad, en el puerto de Buenos Aires. Era una especie de hermano menor de Martín Fierro, pero fabricado, torneado en las callejuelas urbanas que le resultaban hostiles y donde la prepotencia de los milicos, y aún de los botones, es decir los policías, ofendían su altivez. Fue cuando se resignó el compadre, que emigró de la pampa a la ciudad, a respaldar con su valentía a algún caudillo apoyado en el criollaje, escenario que, de ser ubicado en la vieja España, hubiese servido para reafirmar la lealtad que exalta el verso: “ ¡ Dios, qué buen vasallo, si oviesse buen señore”. Lo real es que aquel personaje está en la era precursora del tango, no porque lo creara ciertamente, sino porque hizo parte de la mezcla que le dio nacimiento, con su cuchillo y su coraje. Aportó elementos emocionales que componen la vida del tanguero de ley: servicial, amable, generoso y solidario. Así fue el compadre.
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Después a su costado surgió algo que se le parecía, pero era demasiado aspavientoso, alardoso de su guapeza, proclamador de la impunidad que le daba tal o cual político caudillo, provocador cada tanto, muchas veces gratuito para revalidar su habilidad con el facón, ese cuchillo, antañoso instrumento de trabajo para la tarea de las reses y de los cueros. Este personaje derivado se denominó el compadrito, figura caricaturesca que se formó tras de esos moldes, pero que tenía también la habilidad para rehuir el compromiso o el peligro frente a reales competidores. Presumido de valeroso, era más tarambana que héroe de barriada. A poco andar el compadrito devino en cafishio, en canfinflero que es igual. Comenzaba a gestarse la jerga del malevo en los antiguos tangos que hoy es toda un habla coloquial: el lunfardo. Pues bien, el canfinflero era el rufián que explotaba a una o varias mujeres, vivía de ellas por su pinta y su gracia para bailar en la milonga. Pero también porque las protegía de otros guapos y rufianes que las pretendían con fines proxenetas. Sinónimo de canfinflero y cafishio es el gigoló, también escrito como se pronuncia: yigoló, en el léxico de la vida airada, como suele calificarse el bajo mundo y su rito hablante de crear y deformar las palabras. Pero el yigoló, para ser más preciso, se aplicó y aplica, a un individuo, generalmente joven, que se hace mantener por una mujer de mayor edad.
Con elementos, figuras sociales y culturales como las descritas, aunque incompletas, se conforma el espacio histórico en el cual se desenvuelve inicialmente el tango. Sin proponérselo como modelo a imitar, en muchas ciudades de Hispanoamérica, como la nuestra Medellín, la canción ciudadana encontró acomodo. Mucha agua ha corrido debajo del puente de Guayaquil y mucha más ha desembocado en el delta del Río de La Plata. Hoy el tango es toda una cultura musical, con vertientes populares para continuar el baile y el culto al vino o con derivaciones hacia el ballet piazzollano. Con la incrustación de la palabra en la forma de canción, cuyos letristas lo han hecho grande y expresivo, o con la conjugación estrictamente musical de los instrumentos que conforman su estructura orquestal mínima del bandoneón emblemático, el violín, el piano y el contrabajo. Suena y rezonga el fueye, es decir el gusano musical que se dobla en las rodillas del bandoneonista, sobre la manta que protege el pantalón del artista. Estamos ahí, mientras sale de su teclado un tango que es burlón y compadrito. Al tango, como a los amigos y a las amigas, no se los escoge, se los encuentra, se los acepta y se los sufre.