El mundo se detiene bruscamente y los derechos humanos, como una frágil copa de cristal, vuelan en pedazos al golpearse con la realidad.
La realidad, los deseos y los derechos forman hoy un extraño revoltijo, un fenómeno social cuyas consecuencias son impredecibles. La realidad, dura y cruel, volvió añicos los sueños y se lleva por delante los derechos fundamentales a la vida, a la salud, a la igualdad, a la justicia, a la intimidad, a la información, a la libertad de movimientos, a la libertad de cultos, a la educación, al trabajo, a la libertad de cátedra.
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Las campanas de todo el mundo están silenciadas, las puertas cerradas y las calles vacías. No hay feligreses en los templos ni aficionados frenéticos en los estadios. Colegios y universidades fueron las primeras en vaciarse. En las grandes potencias, los hospitales están abarrotados y los cementerios agotan las tumbas. El mundo libra una particular guerra contra un enemigo invisible que se camufla en las personas, aunque estas la mayoría de las veces no lo sientan, se multiplica por mil en la garganta y ataca cuando hablamos, tosemos o estornudamos. Cerca del 80 por ciento de la humanidad está confinada en sus viviendas. Escondernos, como en los juegos infantiles, es la forma más eficaz de librar esta particular guerra, donde el otro es un potencial portador del arma lesiva, inclusive como actor silencioso. La otredad, por cuyo reconocimiento tanto se ha luchado, hoy es una amenaza y un contrasentido, porque al mismo tiempo se invoca la solidaridad como tabla de salvación. El mundo se detiene bruscamente y los derechos humanos, como una frágil copa de cristal, vuelan en pedazos al golpearse con la realidad. El miedo a la muerte, otra vez, como tantas veces en esta sociedad de furias y venganzas, sacude cada noche y sorprende en cada amanecer.
Vivimos tiempos difíciles. Es la primera pandemia del siglo 21 y quizás no sea la última. Los tiempos de crisis abren la puerta a un derecho excepcional.
En nuestro caso, la Constitución Política consagra los Estados de Excepción como respuesta a las circunstancias extremas que hacen perentorio conservar el orden sin lesionar los derechos y las libertades. “El orden no constituye un fin en sí mismo como sí lo son los derechos y las libertades fundamentales, pero es una condición indispensable y necesaria para la satisfacción y el ejercicio de los derechos” (Manrique Reyes, 1991, p.157).
El derecho excepcional hoy en Colombia son los Estados de Excepción y cobijan tres situaciones concretas: Estado de guerra exterior (artículo 212 C.P.), Estado de conmoción interior (artículo 213 C.P.) Estado de emergencia económica y social (artículo 215 C.P.), cuya declaratoria tiene unos pasos muy estrictos y se aplica en unos tiempos precisos (artículo 214 C.P.), todo ello para evitar los abusos que fueron una malsana costumbre durante el Estado de sitio, figura que contemplaba la Constitución Política de 1886 y que se aplicó en Colombia de manera casi ininterrumpida durante más de 50 años. No es gratuito que varias generaciones de colombianos se agrupen bajo la denominación de “generación del Estado de sitio”.
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Ese derecho excepcional fortalece las competencias del Poder Ejecutivo, que toma transitoriamente facultades del Poder Legislativo, pero no puede desconocer los principios vigentes en materia de Derechos Humanos ni de contratación pública. Por ejemplo: si se declara la calamidad pública y se pasa a una urgencia manifiesta en materia de contratación pública, hay que respetar el debido proceso y el principio de selección objetiva.
Sin embargo, una crisis como la que vive ahora la humanidad afecta los Derechos Fundamentales de los ciudadanos, en todos los países, como lo vemos repetidamente a través de los medios de comunicación y en los mensajes que difunden las redes sociales y que, en adelante, modificarán la forma de vivir la democracia.