Con la complacencia y el silencio continuado de los historiadores oficiales, Bolívar, un liberal por antonomasia, fue clasificado de otro modo y terminó secuestrado por el partido conservador
La recurrencia de estas lacras, fariseísmo y maniqueísmo, a que aludíamos la vez pasada, se tornó crónica y casi consubstancial a nosotros. Es más frecuente aquí que en cualquier otro país del entorno, incluida la inefable Venezuela, donde no dejan de exaltar la figura y obra del Libertador (sobre todo ahora bajo el chavismo) pese a haberlo repudiado en vida hasta el cansancio, tanto que tuvo que morirse en Santa Marta porque en su patria nativa no lo admitían ni siquiera para refugiarse y fallecer en paz. Mientras vivió, porfiando en su noble empeño, a ciertos venezolanos de su tiempo les incomodaba mucho. Entonces lo ignoraban llegando al extremo de negarlo, siendo como fue el más abnegado de sus hijos. Se tiene una deuda con él y su legado (que nunca respetaron sino de dientes para afuera) y con la memoria de este hombre providencial que lo sacrificó todo por la dignidad de sus compatriotas. Personaje irrepetible, el único de talla universal que ha dado Latinoamérica y a quien se le pagó con la ingratitud y el largo silencio de muchos de sus paisanos pese a todo cuanto se vino a evocar luego la gloria de sus hazañas, mientras en la práctica se le traicionaba y traiciona, cuando conviene.
En política lo anterior constituye uno de los hechos más bochornosos del fariseísmo, enfermedad de la civilización y cultura occidentales. Del mismo género del que protagonizaron los rabinos cuando negaron a Jesús, ya condenado a la cruz. Pero hubo otros en cabeza suya, verbigracia el fariseísmo patente, que falsifica los hechos y el alcance que ellos tienen en la vida y destino de nuestros países, que eran uno cuando Bolívar los emancipó. Siendo un ferviente discípulo de Voltaire y Rousseau, forjadores del racionalismo, precursores del ideario liberal e inspiradores de la revolución francesa, con la complacencia y el silencio continuado de los historiadores oficiales, Bolívar, un liberal por antonomasia, fue clasificado de otro modo y terminó secuestrado por el partido conservador, antípoda de todo lo anterior. Y convertido en su mentor, además. En cambio, Santander, su tortuoso rival, que cultivaba el fetichismo jurídico (una aberración del derecho al parecer incurable, el culto por sí a la norma y a las interpretaciones amañadas que perpetúan su vigencia e intocabilidad, a veces contra toda razón) pasó a ser el padre del liberalismo. Una inversión de los roles y el legado ideológico tan ostensible y curiosa no se da sino en Colombia, donde a menudo prevalece el absurdo y lo más torcido cuando del ejercicio político y sus manifestaciones se trata. Un godo como Santander (sin saberlo, en verdad) tan concienzudo, tan apegado al principio de autoridad sin distinguir grados ni matices, no se ha duplicado en Colombia. La obediencia maniática y el acatamiento ciego de los preceptos jurídicos, aquí solemos catalogarlos como santanderismo, vicio del que nos quejamos desde que existimos como república y del cual no hemos podido ni podremos redimirnos al parecer.