Entre la ficción y la realidad de estas semanas de solo un día, me he cruzado varias veces con un personaje
Cuando algo no debía suceder pero se esperaba con ansia la sentencia invariable era: ¡será la semana que no tenga jueves! Y la semana sin jueves no llegaba nunca. Era impensable, imposible, a menos que un cambio drástico en el calendario como pasar del calendario juliano al gregoriano con algo así como diez días evaporados, sucediera en estos días. Las últimas semanas no solo han sido semanas sin jueves sino semanas sin lunes, martes, miércoles, viernes, sábado o domingo. Han sido, en mi caso, y seguramente en el de muchas personas, semanas sin días en el sentido en que los conocemos. Sucede para todo el mundo que las actividades no son las mismas en sábado y domingo que en martes y viernes porque unos días son de trabajo y otros de reposo. Las diferencias entre martes y miércoles son fundamentales, los unos son días de masaje o de visita a la suegra; y los otros, son días de reunión del grupo primario o de jugar fútbol con los amigos. Hay quienes tienen determinadas las agendas con reuniones, compromisos, encuentros a horas precisas cada día, aun antes de que la semana inicie. Y los lunes. ¡Ah! los lunes. Hay quienes piensan que no deberían existir. Después del fin de semana llegar al día en el que todo: las citas, el trabajo, el teléfono, el movimiento comienza con las primeras luces, es un día que no debería existir. Un día, tal vez un lunes, tuve la idea de escribir un cuento que inició así: “… Si los lunes no existieran y en lugar de lunes el primer día fuera martes, sería distinto. Los lunes, el despertador suena a las cinco de la mañana, tengo diez minutos de adaptación y apenas tiempo para un baño. A veces no alcanzo a desayunar y bajo corriendo las dos cuadras hasta la parada del bus que pasa a las seis. Si no alcanzo a subir en ése, llego tarde y si llego tarde me atraso, y si me atraso corro el riesgo de no tener más trabajo. Lo único que me ayuda a soportar es que en el bus olvido el día pero el dolor en el cuerpo no, el dolor sabe que es lunes. Es la diferencia con los otros días. Los martes son otra cosa y los miércoles y los jueves otra, hasta el domingo que es especial pero sólo hasta el medio día, porque a medida que se acerca la noche y no queda más remedio que aceptar que estamos cerca del día siguiente, el domingo languidece con cara de desperdicio…”
No recuerdo exactamente dónde leí que “la realidad es un invento de la ficción” y como no puedo deslindar lo uno de lo otro, realidad de ficción, tengo la sensación de que las últimas semanas he vivido una suerte de ficción o realidad, como queramos llamarla, como la del personaje del cuento, no porque no soporte los lunes, sino porque los días de la semana, todos, se convirtieron en uno. En las mañanas de estas últimas semanas, al despertar, me he preguntado ¿qué día es hoy? y no encuentro respuesta o sí, la respuesta es: da igual, puede ser lunes o viernes o domingo, da igual, no habrá nada distinto, el espacio vital no cambiará, no subiré al bus como hice los miércoles y los jueves durante tanto tiempo y tampoco esperaré que mi mujer regrese de la reunión de los martes con sus compañeras, ni el sábado para ver jugar al Barcelona, porque los días se juntaron en uno. Todos los días en uno, como en el Aleph de Borges, todo en el mismo lugar, todo el mismo día. Debe ser rutinario para algunos, monótono para otros, seguramente placentero para quienes se quedan en cama o retador para quienes no se pueden quedar quietos. Entre la ficción y la realidad de estas semanas de solo un día, me he cruzado varias veces con un personaje, la primera vez fue en un rincón inesperado, yo entraba a la habitación que fue de mis hijas antes de que se casaran y se instalaran en sus propias casas y él salía. Era un hombre más viejo que joven, no sé decir si alto, muy alto o de estatura corriente y vestido como si fuera a salir a una cita o hacer algún mandado. Me saludó con un movimiento leve de las cejas, yo hice lo mismo y esperé que saliera al pasillo para entrar yo. No pasaríamos los dos al mismo tiempo por la puerta. A pesar de que no esperaba ver a nadie no me sorprendió el encuentro, parecía tan conocedor de la casa que dudé, quizá el intruso era yo. Una duda me obligó a hablarle, como iba vestido para salir a la calle le pregunté para dónde iba. Para la oficina, dijo. ¿¡Ah! va salir?, ¿no sabe que no podemos salir? No se preocupe, dijo, mi oficina queda al frente y señaló la puerta de la habitación en frente. Justo donde también quedaba la que yo llamo mi oficina. Todo sucedió de manera tan natural que no tuve otra opción que hacerme a un lado y dejarlo entrar a la llamada oficina, por él y por mí. Una suerte de pudor me impidió entrar en aquella habitación durante el día, no me veía con fuerzas suficientes para pedirle que se quitara de mi puesto. A media tarde me atreví a entrar a la oficina y estaba desierta, respiré con alivio, para evitar de nuevo el encuentro me senté frente a la computadora y trabajé o intenté trabajar lo más posible ese día, no sé por qué pensé que el personaje regresaría a ocupar el lugar que llamo “su oficina”. No dije nada a mi mujer para evitar dudas y miradas maliciosas, pensaría que estaba loco o que la poca, ninguna, diferencia de un día a otro me estaba trastocando. A la mañana siguiente, después del desayuno, en el mismo momento en que iba a comenzar una rutina que inventé para evitar el anquilosamiento, escuché el ruido de pasos afanados subiendo y bajando las escaleras, como yo suelo hacer, solo que siempre delante de mí y nunca lo pude alcanzar ni subiendo ni bajando. Tuve que esperar que la ducha se liberara para entrar a darme un baño, quizá alguno de los otros miembros de la familia estaba tomando el suyo. En el momento de entrar a la oficina se repitió el encuentro del día anterior, en el mismo lugar y hora; esta vez él, también recién bañado llevaba una taza de café idéntica a la que venía de servirme de la cafetera, la suya humeante como la mía. No nos cruzamos palabra, nos levantamos la ceja, le cedí el paso, él entró a la oficina y yo esperé hasta la hora en que calculé que ya no estaría por allí, como el día anterior. A partir de ese día los cruces se dieron siempre a la misma hora y en el mismo lugar, hemos llegado a acostumbrarnos tanto a la presencia del otro que ya sabemos que las mañanas le pertenecen y las tardes son mías. Con lo que no he podido nunca es con que suba y baje escaleras más rápido que yo y nunca haya logrado alcanzarlo. Quizá falta de curiosidad, nunca me interesó constatar si vestíamos igual, ¿para qué?