Si ni siquiera en esa democracia el sistema de contrapesos logró evitar que algo como esto pasara , la preocupación frente a que se extiendan las actuaciones personales, unilaterales e irresponsables, como ya está ocurriendo en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, es demasiado grande.
Rivales, enemigos, adversarios. Muchos han sido los apelativos para marcar las diferencias políticas e ideológicas que han separado a los Estados Unidos y a Rusia a lo largo de la historia, especialmente en el último siglo. Por eso las palabras con las cuales sus actuales mandatarios, Donald Trump y Vladimir Putin, se expresaron tras la cumbre del lunes en Helsinki, antes que despertar la esperanza en un mejor futuro para la humanidad a partir de una mejor relación entre las dos mayores potencias del planeta, lo que generaron fue una profunda desconfianza, principalmente entre los dirigentes políticos norteamericanos, incluidas muchas de las figuras más representativas del Partido Repúblicano, para quienes la complacencia del magante frente a su homólogo ruso resultó inadmisible.
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Las reuniones bilaterales entre ambas naciones no eran algo frecuente hasta hace poco tiempo. Tanto así que, en otro contexto, las citas de este nivel generaban elevadas expectativas por cuanto de ellas surgían decisiones o acuerdos que afectaban, para bien o para mal, a todo el mundo, como quiera que las mismas apuntaban a su carrera armamentista, a la cuestión nuclear o a los conflictos internacionales del momento. Pero Putin y Trump, que ya se habían reunido por más de dos horas en Hamburgo, durante la Cumbre del G20 de 2017, llegaron a su primer cara a cara formal condicionados por la “trama rusa”, nombre que se le ha dado a las investigaciones que en los Estados Unidos se empezaron a abrir en mayo de 2017 para establecer si hubo o no una injerencia directa del país euroasiático en las elecciones presidenciales de 2016, en detrimento de la candidata demócrata Hillary Clinton, y cuál fue el grado de responsabilidad del entonces candidato en la misma.
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La improcedencia de esta reunión, que se preveía desde que el propio Trump le dijo a la prensa el domingo que no tenía ninguna “expectativa alta”, quedó claramente manifiesta cuando el magnate, en la conferencia posterior a la reunión privada de ambos mandatarios, expresó sin desparpajo a los periodistas que no encontraba razones para creer que Rusia hubiera interferido en las elecciones de su país y, a renglón seguido, que la categórica negativa de Putin en este sentido lo había convencido. Con tales afirmaciones, Trump confirmó que el asunto fue parte de la conversación y puso en duda la credibilidad de las agencias de inteligencias de su propia nación, que ya han manifestado de manera contundente que sí hubo injerencia, más allá de si la misma afectó o no de manera decisiva el resultado final de la contienda electoral.
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Fue de tales proporciones el “oso” del líder norteamericano, que ayer se apresuró a decir que se había “expresado mal” y que lo que había querido decir era que no veía razón “por la que Rusia no estuviese detrás”, una declaración que, lejos de borrar la pifia, lo que hizo fue ratificar que los móviles de su cita con Putin no pasaron en ningún momento ni por la situación de Siria, ni por el acuerdo nuclear con Irán, ni por la situación de Ucrania, ni por ningún otro asunto de interés universal, sino simple y llanamente por sus intereses personales, los mismos que, según analistas de la prensa norteamericana, lo llevaron a apresurar una reunión en la cual parecía que lo más importante era hacerse la foto.
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Puesto en evidencia, no es posible dar crédito a ninguna de las declaraciones de los mandatarios en cuestión pues, para el caso de los Estados Unidos, esta cumbre pasa a ser el mayor error político de los últimos tiempos, pues además de no tener preparación bilateral previa de la agenda ni acercamientos entre cancilleres que permitieran mostrar a los presidentes algún avance tangible en el “deshielo” de su relación, el que llevó todas las de perder fue Trump. En cambio, con ambos mandatarios como parte involucrada en una investigación, que por demás cuenta con todas las garantías de un sistema judicial que ha sido capaz de enfrentar los obstáculos que representa indagar al propio presidente de EE.UU., lo de Helsinki fue un mero espectáculo en el que los gestos, la frialdad y un balón de fútbol cuyo significado, al parecer, no entendieron ni el que lo entregó ni el que lo recibió, sirvieron de telón de fondo.
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Lo que nos queda claro es que el balance de pesos en el sistema de tridivisión del poder en las democracias, al menos en la de Estados Unidos, empieza a mostrar síntomas de crisis, pues si bien al llegar Trump a la Casa Blanca nunca pensamos que pudiera hacer lo que le viniera en gana, pues ahí estaban el Congreso y el sistema de Justicia para contenerlo, los hechos se han encargado de mostrar que sí ha podido poner de cabeza la diplomacia. Y ese no es el orden natural de las cosas, pues no se trata ni de un ciudadano ni de un empresario, sino del presidente de su país y, como tal, de una figura que no puede tener las libertades de las que ha hecho alarde, como cualquier dictador de pacotilla. Si ni siquiera en esa democracia el sistema de contrapesos logró evitar que algo como esto pasara y si hasta los mismos republicanos están desconcertados con lo ocurrido, la preocupación frente a que se extiendan las actuaciones personales, unilaterales e irresponsables de los mandatarios populistas de turno, como ya está ocurriendo en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, es demasiado grande.
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Veremos cómo evoluciona, pues, la relación de estos dos “nuevos mejores amigos”, que nos hacen recordar la cumbre Santos-Chávez de agosto de 2010. En esa faceta no hay que perder de vista que, o ambas partes tienen una motivación retorcida o una intención mutua de tomar ventaja del otro. En todo caso, de ninguna manera eso va a acabar bien.