Microempresarios que tratan de mantenerse a flote con sus establecimientos, enfrentados quincena a quincena a la disyuntiva: de bajar salarios o despedir empleados
La actual crisis derivada de la pandemia ha llevado a centenares de empresarios a la quiebra, reestructuración o modificación de las condiciones de sus empleados. Desde las grandes empresas hasta las chicas, la crisis acentúa lo frágil de nuestra economía, que en dos o tres meses de aislamiento obligatorio ha hecho que estos lugares se esfumen, como en un cuento infantil, en ocasiones sin dejar rastro. Los que más sufren con esta coyuntura son los que menos tienen: los desempleados, los pauperizados, los marginados. En Colombia el abanico es muy grande; sin embargo, quisiera poner hoy la lupa sobre las miserias de la clase media, donde tenemos un espectro amplio de trabajadores informales, que son casi la mitad de los colombianos, y también, de emprendedores que han construido con las uñas, pequeñas y medianas empresas.
Microempresarios que tratan de mantenerse a flote con sus establecimientos, enfrentados quincena a quincena a la disyuntiva: de bajar salarios o despedir empleados. O incluso, a la “gran decisión” de abrir o cerrar. Son hombres de empresa, sin una carrera universitaria, sin una tradición familiar en los negocios, sin ahorros y sin patrimonio (más allá del letrero de su negocio y de los bienes necesarios para llevar a cabo su labor). En su opinión, el Estado pide y pide, la carga sigue. Los bancos en medio de esta encrucijada rebajan los montos de los créditos ya otorgados, o deniegan otros tantos. Las cuotas siguen vigentes y no existe a la vista ningún salvavidas. ¿Cuál es el aporte de los bancos en medio de esta crisis?, ¿Cuál es la estrategia pública para evitar que se pierdan estas empresas y estos empleos?
Este es un momento en que el Estado, con el apoyo del sector bancario y otras organizaciones, giren su cabeza y vean a los pequeños y medianos empresarios. Dejarlos solos en medio de esta crisis sería una tragedia económica y social. Con las pequeñas empresas no solo muere un proyecto comercial, muere un proyecto de vida y los sueños enteros de una generación que quiso algo más que un salario cada mes. Más que salvar a una gran compañía aérea o mercantil, se deben salvar a miles de pequeñas empresas perseguidas por los bancos, la Dian y las estructuras criminales. Con miles de empleados que dependen de la continuidad de dicho “letrero en la puerta”. Claro está, repartidos de cinco en cinco, de tres en tres, en cada pequeña barca rumbo al temporal. Permitir el colapso de los pequeños empresarios es dejar que naufrague gran parte de la clase media colombiana, que ha decidido vivir en la legalidad, generar empleo y dar un buen ejemplo a sus hijos. Aunque parece que no es suficiente.
Estas apuestas comerciales, que el derecho regula y que la economía entiende, también construyen relaciones y determinan el espacio en el cual funcionan. A diferencia de otros países, aquí son microempresarios: el dueño de un restaurante, de un bar, de un carro de frutas. En alguna ocasión un taxista me dijo que para él su taxi era su empresa. Y entre empresas nos movemos, construyendo una geografía sentimental de los lugares que definen nuestra ciudad. ¿Cuántas veces hemo añorado ir a cierta ciudad, sólo para estar en el café donde nos dijeron que sí?, pero esos lugares que están en nuestras mentes y componen nuestra geografía sentimental, son también establecimientos aprisionados por la crisis económica, regidos por las normas jurídicas y dominados por las leyes del hambre. Y así, como nosotros, son frágiles y requieren del apoyo del Estado y de la banca, para no relegar su existencia solo al recuerdo. Son cientos o miles, enumero algunos:
El bar de salsa en Envigado, donde su dueño nos escuchaba hablar toda la noche sin parpadear, tuviéramos o no plata; el pequeño restaurante en la esquina de la plaza de Bolívar en Bogotá, donde los capitalinos comían tamales desde el siglo XIX; el restaurante que fue el sueño de una familia y donde pusieron todo su capital, los viernes eran fríjoles, los lunes ajiaco; la peluquería que conocía el tamaño ideal del pelo de cada cual; la esquina en la que vendían los aguacates, durante más de 30 años, y siempre estaba listos para el almuerzo. El pequeño restaurante de la calle 70 en Medellín, donde venden la única pizza margarita que le gusta a mi esposa.