Cuento del filósofo, ensayista y escritor Alfonso Monsalve Solórzano, a propósito de incertidumbre y pandemia.
Atrapado por la tragedia de la pandemia he buscado consuelo en Dios, luego de infinitas dudas sobre su existencia o su bondad. Cómo un ser absolutamente bueno puede tolerar cosas malas, me he preguntado. Si la bondad es un predicado de Dios, la maldad niega su existencia (Una variación de esta versión se la escuché a un amigo mío, quien, en su afán de defender a Dios, dijo que Él no era “responsable de que en la naturaleza hubiese cosas malas”, como si esta- exceptuando a los hombres (y otros posibles seres racionales del universo)- fuese buena o mala, como si un virus fuera bueno o malo, como si este tuviese capacidad de decisión, atributo que la maldad exige).
Pero, un teólogo me dijo que ese argumento es una muestra de la soberbia intelectual típica de hombres como yo. Argüía que pensar de esa manera equivalía a igualarse con la mente de Dios, siendo, como éramos nosotros, poseedores de un discernimiento limitado y estrechamente ligado al tiempo, es decir, a la historia. En efecto, continuó, el transcurso de los acontecimientos crea en nosotros la fascinación de que podemos desentrañarlo todo en razón del movimiento y domesticar la naturaleza sin necesidad de que exista un ser superior. El caso paradigmático afirmaba aquel hombre, era Hawking para quien la historia del universo comenzaba con el big bang y, por tanto, carecía de sentido preguntarse qué existía antes, pues no había tiempo, y en consecuencia, suceso alguno antes del momento primigenio, y la pregunta misma implicaba un absurdo.
El solipsismo a escala universal, alcancé a pensar al escucharlo, la dimensión plena del solipsismo de Wittgenstein para quien era imposible escapar de los límites del lenguaje. Pero el teólogo afirmó que Dios es atemporal, que para él la historia no existe; que su atemporalidad es absoluta. Su afirmación fue tan radical que incluso llegó a decir que aseverar que siempre ha estado ahí, es una muestra de nuestra limitación, porque el adverbio siempre es temporal (curiosamente, una afirmación solipsista, pude darme cuenta, que en el fondo exige que Dios es indecible porque nuestro lenguaje no puede evadir el tiempo). Por decirlo de alguna manera, pontificaba el teólogo, Dios contempla al mundo como lo hace Borges en el Aleph, como un conjunto donde está todo, sin pasado, sin presente y sin futuro.
Para mí, prosiguió, la hipótesis de Hawking es cautivante, pero tiene una debilidad. Sostener que no puedo salir del universo para contemplar el universo, es atractiva; pero el multiuniverso postulado por algunos físicos se presenta desde nuestro propio cosmos. Hasta ahora el multiuniverso es una construcción mental no probada, pero cuestiona la visión del físico de Cambridge. Y, si el número de universos que reclama es infinito, tanto como el conjunto de los números naturales, alguien podría reivindicar que, en alguno de ellos sería posible salir de él para contemplar a Dios el Hacedor.
Interesante, pensé, al menos en un universo posible podría probarse la existencia de Dios. Pero no es más que una hipótesis, que, por otra parte, no vale en este en el que me encuentro. Además, esa línea de pensamiento nos puede llegar a la famosa regresión ad infinitum según la cual, el creador necesitó un creador distinto; este, otro y así hasta el infinito. Pero me urgía tener razones para creer, por lo que apelé al cínico argumento de Pascal, según el cual hay que creer en Dios porque al morir, si no existe, no pasa nada; pero sí existe, y es un Dios que exige reconocimiento, uno se salva.
En este punto, recordé que había concepciones de Dios, según las cuales, Este no exige reconocimiento alguno; no se trata, tampoco, de un ser punitivo, ni vengativo, ni justo (o injusto). no le importa si pecamos o no. Es, por decirlo así, inocuo, y no me refiero al panteísmo, que cree que el universo es Dios, aunque la consecuencia de esa admisión es la misma, alcanzo a divagar. En cualquiera de las dos versiones el argumento pascaliano sobra.
El problema es que no tengo tiempo para escoger entre las distintas versiones de Dios. En realidad, no tengo tiempo de escoger sobre si existe o no. Un confesor está ante mi lecho ofreciéndome la extremaunción. Lo sé porque lo oigo ofrecerme consuelo y salvación antes de morir asfixiado por el coronavirus. El hecho es que sé, sí, sé que será su oferta lo último que oiga. Antes de que termine, estoy seguro de que estaré muerto. Me concentro en el fin.