Cientos de familias han logrado salir adelante con la venta de este tradicional producto que se puede encontrar en casi todas las esquinas de Medellín y de Colombia.
Agobiada por las penurias económicas, pero sin perder la fe, entendió que no podía cruzarse de brazos en la casa y que tenía que salir a enfrentar el mundo para alimentar a sus cuatro hijas y al quinto que esperaba.
Sola, y sin formación para otro oficio, empezó a recorrer las calles del barrio Los Colores, especialmente en las afueras de los centros educativos, colegios, escuelas y guarderías, y algunas veces tocando otras puertas. Pero las gustosas obleas que ofrecía poco o nada le dejaban de ganancia, por lo que la necesidad se fue transformando en la angustia que su rostro no podía ocultar.
Lea: Las empanadas y la Policía
Entonces sucedió lo que sólo provee la fe, una aparición milagrosa. De esas que a veces sólo las creen quienes las han vivido, y que mandan a decir “se me apareció la Virgen”.
“Era una señora de allí de esa esquina, que en paz descanse. No sé ni cómo se llamaba. Ella salía poco, casi ni se veía por ahí. Pero cualquier día, la señora salió cuando yo pasaba con mi mesita en una mano y en la otra con una bolsa en la que llevaba las obleas, el arequipe y el queso rallado, me saludó y me puso conversa. Tal vez porque mi embarazo y mi necesidad ya se notaban mucho. Me preguntó que si yo vivía de esas ventas o tenía quién me ayudara, y le conté que mi esposo se había ido, de mis hijas y mis necesidades. Pues ahí mismo me ofreció una fritadora que tenía en su casa, me la entregó fiada y me dio el aceite y el primer kilo de maíz para que arrancara a vender empanadas. Hágase aquí en este puestico, que a nadie le estorba, y verá que con esto le va a ir mejor, me dijo. Y fue más que un consejo, una bendición”.
Desde ese día, hace ya 22 años, doña Flor de María Lora Tobón, que desde niña había llegado a Medellín con su familia desde Ciudad Bolívar, en el Suroeste antioqueño, está ubicada frente a la parroquia de San Clemente, en el barrio Los Colores, vendiendo las mejores empanadas del mundo, porque con ellas no sólo levantó a sus cinco hijos y a sus nietos, sino que ha generado oportunidades para los suyos, pues a lo largo de los años han trabajado allí junto a ella por lo menos 20 personas de su familia, hijas, hijo, hermanas, sobrinas, nietos, yernos y nuera. Todos, en algún momento, han tenido que ver con la elaboración y venta de este popular ingrediente de la gastronomía colombiana.
“Ya lo que tenemos es una microempresa, que me da trabajo a mí y a quien más necesite de mi familia”, confiesa doña Flor de María. “Hace unos años hice un préstamo de tres millones, compré las mesas para este lugar y un motor para moler el maíz. El trabajo empieza en la casa. Allá se cocinan las papas para el guiso, se muele el maíz y se arregla la masa. Todo eso lo traemos listo y aquí se arma y se frita”.
Pero no ha sido nada fácil, pues para estar allí, más o menos tranquila, doña Flor entendió hace muchos días que tenía que legalizarse. “Eso de espacio público y el Código de Policía no es nuevo. Desde que llegué aquí empezaron las visitas de sanidad y espacio público, al comienzo varias veces me recogieron todas las cositas porque no tenía permiso de estar aquí”.
Pero la fe de nuevo la bendijo, otra milagrosa aparición: “Me le acerqué a un señor que pasaba por aquí con su esposa, le pedí una firma para que apoyara mi forma de trabajo y no sólo ella me dio la firma sino que él terminó consiguiéndome el permiso que hoy me permite estar aquí”. Ahí mismo donde hoy cuenta con el servicio de energía recargable para no infringir el primer punto del artículo 28 del Capítulo II del Código Nacional de Policía, en el que también se señala que no se puede “poner en riesgo a personas o bienes durante la instalación, utilización, mantenimiento o modificación de las estructuras de los servicios públicos”, so pena de sanciones y multas. Eso ella no lo conoce, “pero me han dicho que es mejor todo legal, es la única forma de estar tranquila”.
Permiso que le permite trabajar, después de pagar los impuestos que corresponden cada año para la renovación y revalidación, pero que también, como ella acepta, le genera cierta incertidumbre porque “dependo de que la comunidad del barrio no se queje de que aquí estoy causando algún problema”, por lo que ella y su familia no sólo cuidan y asean el entorno, sino que se preocupan por generar un buen ambiente alrededor del consumo y el disfrute de las frituras que hoy ofrece a comensales de siempre y a los ocasionales que a diario pasan por ahí sin poder evitar el antojo de saborear una empanada vaticana, es decir, de pura papa. De esas que se venden en todas las esquinas de Medellín y en toda Colombia. De esas con que, a través de muchos años, cientos de familias han logrado salir adelante. De esas con que se han construido capillas y casas, como la de doña Flor, allá en El Paraíso, en la vecindad de Blanquizal, donde el ranchito de hace 22 años es ya una vivienda construida en material. De esas que aumentan las cifras del trabajo informal, pero que son la única oportunidad de muchas de las personas más necesitadas.
Y si no que lo digan las cifras que acaba de confirmar el Dane: para el mes de enero de este año la tasa de desempleo fue 12,8%, lo que representa un aumento de 1,0 punto porcentual respecto al mismo mes de 2018 (11,8%).
Según eso, hoy son más de tres millones de desempleados en todo el país, situación que cada vez es más compleja con la llegada de más y más migrantes venezolanos que huyen de la crisis que azota su país, en busca de una oportunidad para sobrevivir. Y lo peor, según las estadísticas, es que el desempleo también refleja la creciente brecha de género, porque mientras el número de hombres desocupados alcanza el 1.400.000, en las mujeres supera el 1.700.000.
Así es que a nadie se le puede decir que no venda empanadas, porque según el refranero popular: “eso es lo que más se vende”.
Regulación y control
A propósito del debate nacional generado por las multas impuestas por la compra de empanadas y otros productos en espacios públicos y sin los permisos, es bueno recordar los puntos más relacionados con el tema de la regulación y el control a estas actividades.
Para iniciar, en su presentación, el Código Nacional de Policía y Convivencia para Vivir en Paz dice que “es la primera herramienta con la que cuentan todos los habitantes del territorio y las autoridades para resolver los conflictos que afectan la convivencia y con la cual se puede evitar que las conductas y sus consecuencias trasciendan a un problema de carácter judicial e inclusive de carácter penal”.
Eso sí, en el Artículo 2°, el Código establece como objetivos específicos “propiciar en la comunidad comportamientos que favorezcan la convivencia en el espacio público, áreas comunes, lugares abiertos al público o que siendo privados trasciendan a lo público”.
Y en el artículo 6 del Capítulo 11, señala “las categorías jurídicas de la convivencia: seguridad, tranquilidad, ambiente y salud pública”, lo que incluye “la responsabilidad estatal y ciudadana de protección de la salud como un derecho esencial, individual, colectivo y comunitario”.
Es decir, el origen de la venta y el consumo callejero de empanadas y otras viandas no sólo es una tradición de siempre, que puede ser controlada y vigilada desde el uso del espacio público y las condiciones de higiene, pero nunca prohibida y menos sancionada, porque no tiene nada que ver con conflictos de convivencia o que pongan en riesgo la vida, la integridad o la seguridad de las personas. Por el contrario, es tal vez la primera forma a la que se recurre como salida en Colombia cuando se entra al grupo de los desempleados y las afugias económicas ahogan.