Un museo conmemorativo puede ser un espacio simbólico que desde el silencio interior nos impone la reflexión sobre los sacrificados
Tony Jud, quien murió en 2010, fue un notable de la historia política, o sea que con gran claridad conceptual tuvo la capacidad de leer un acontecimiento, un choque racial, una guerra étnica para hacer el debido diagnóstico de lo que este hecho podría tener en el orden social de una nación o del mundo entero contando para ello con un conocimiento profundo de la Historia moderna y de sus antecedentes y por otro con la necesaria independencia intelectual para no dejarse arrastrar por el dogmatismo . Ser objetivo frente al conflicto de Israel y Palestina siendo judío le valió el anatema de ambos bandos, siendo de izquierda levantó el rechazo de la izquierda estalinista. El hizo suya aquella advertencia del gran Hobsbawm de que “los historiadores son los recordadores profesionales de lo que sus conciudadanos desean olvidar”. Por lo tanto y siendo fiel a este postulado consideró absurdos los llamados museos de la memoria para que – esta es la presunción- el Holocausto no fuera olvidado por parte de las nuevas generaciones. Estuve en el Museo del Holocausto de Berlín un edificio de paredes oblicuas, de corredores estrechos e intrincados mediante los cuales Libeskind el arquitecto norteamericano trataba de, mediante ese laberinto y esos planos oblicuos que distinguen su arquitectura, que el visitante se llevara la impresión de lo que aquel sacrificio había comportado como ejemplo de una maldad que no podía repetirse. La realidad es que ese espacio deliberadamente fragmentado, confuso con las paredes llenas de fotos de niños, mujeres, ancianos, en los campos de concentración y que apenas fugazmente podían verse sin quedar en el recuerdo y visto desde fuera los volúmenes del Museo no lograban alcanzar esa imagen simbólica que era lo que se le exigía. El Holocausto debe permanecer en la memoria universal como testimonio de la inhumanidad extrema de un poder cruel y el sacrificio de millones de víctimas a esa irracionalidad suprema. Pero un monumento conmemorativo puede ser una fuente, como en Nueva York o Washington, donde la belleza del mármol rescata con el agua que fluye el nombre de las víctimas de los atentados, de la guerra. Un espacio simbólico que desde el silencio interior nos impone la reflexión sobre los sacrificados a unas ideologías para las cuales sigue siendo más importante una consigna terrorista que los seres humanos.
Se piensa levantar en Bogotá un ostentoso edificio de la Memoria con los archivos, los testimonios de las distintas comunidades ofendidas, documentación necesaria para los estudiosos que, paradójicamente, siempre permanecerán muda para aquellos que carecen de la piedad y del amor necesarios para la tarea de buscar la verdad de unas vidas. No logro entender entonces la saña con que los historiadores de la llamada extrema izquierda cuya obra sobre la lucha de clases en Colombia, entre otras cosas, es aún desconocida tratan de apoderarse de estos documentos para imponer un único relato al servicio de sus intereses, olvidando que la llama que arde como respuesta a la barbarie, siempre permanecerá viva en el corazón de quienes padecen el dolor de la ausencia de sus seres amados y seguirán elaborando la necesidad de su presencia para seguir viviendo. Lo verdaderamente inmoral es tratar de manipular políticamente a los muertos sabiendo que los muertos son los encargados de deshilvanar la trama de mentiras que ha impedido castigar debidamente a los verdugos de una tragedia que no puede ser convertida en mercancía de victimarios y jueces venales , en un vulgar artificio mediático: incorporemos al imaginario el diseño por hacer de los humildes camposantos en los lugares donde las víctimas fueron sacrificadas, escuchemos sus voces en el viento, no alejemos a los muertos de sus paisajes amados.