Relato sobre aquellos días de fútbol de barrio y cómo formar los equipos
Calle en forma de plazoleta, sin siquiera un arbolito, ni materas en los balcones. Aceras descascaradas y asfalto a medio regar, sin maña alguna. El picado de fútbol es urgencia diaria de muchachos de mi cuadra, o, por una especie de cortesía, de otros de las inmediaciones, en todo caso todos del mismo barrio. Y, para empezar el cotejo, hay que dividir las cargas, equilibrar los contrincantes para que resulte un juego reñido, con las típicas emociones, los gritos, las gambetas insólitas, los goles de inconmensurable canto y las jugadas turbias, esas que suceden cuando la pelota (generalmente de “carey”) pasa por encima de una de las piedras que delimita la portería o a cierta altura, y se arma una pelotera, valga el término, que sí, que no, gol, gol, que no fue gol. Y punto. Y entonces, desde el principio, el mecanismo universal y clásico en la elección de los equipos, en la hechura de la alineación, es el pico y monto.
Primer acto. Aquí, al frente, tengo a Chucho. Todos están expectantes. Comenzamos: pico-monto-pico-monto. Nos vamos acercando, hay suspenso en el ambiente, y cuando ya estamos muy próximos, a punto de terminar, que uno escucha la respiración agitada del otro, Chucho tuerce el pie. Y yo también. Hasta que es irremediable. Le pongo la suela de mi “guayo” derecho encima, sobre el empeine. Y me toca escoger a mí. ¡Bravo! Y, claro, como debe ser, selecciono para mi equipo a Richard, goleador nato, dueño de una inteligencia para el desmarque y para quedar siempre, no se sabe cómo, en posición de anotar. Es el “güevero”. Él, mi rival, elige a Naranja, de extraordinario jugar, con talento para repartir la pelota. Y así, del más calidoso al menos sobresaliente. Y todo según los puestos. Como es fama, nadie quiere ser elegido para estar en la arquería. Un puesto para inútiles, se dice. Todos aspiran a ser delanteros o mediocampistas. Muchos caciques, pocos indios.
Pico-monto. Una mítica rutina en el fútbol callejero, en el encuentro del baldío, en el de la canchita improvisada junto a la quebrada, en el potrero reseco, en la cancha de tierra y arenilla. Pico-monto. El mejor, primero. El peor (casi siempre el dueño de la pelota), de último. Es un ejercicio de milimetría, de presunta justicia en la relación de igualdad entre los bandos. No siempre, pero esa es la intención. Pico-monto. Y aquí vamos. Después, en otros contornos, porque he sido un errante, vuelve y juega. Pero ya no soy el que pico. Ni el que monto. Son otros dos, los mejores, los más destacados, los que mueven la pelota con magia insólita. Privilegiados. Son los que esta vez escogen. Y cualquiera de los dos que sea el que gane, siempre me tendrá a mí como la primera opción.
Acto final. Después, ya no soy yo. Es otro. Y luego, cuando han pasado no sé cuántos años, me van relegando en la escogencia. Pico-monto. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… A Juan, me voy con Pepe, con Pablo, con Arteaga, me escojo a Huevo… Y nada. Ya soy el penúltimo. Qué es eso. Más que de sueños, estamos hechos de tiempo. No saben, los que no han jugado esto tan sentimental, apasionante e irremplazable del fútbol de esquina-cuadra-barrio, lo que se puede llegar a sentir cuando ya no estás en la mira de los que escogen, cuando para los otros estás acabado, cuando el reloj inexorable te arrasa y te manda a solo ser, si acaso, un espectador de los que allí están repitiendo la historia y que después, porque es incontenible e irremediable, esos que ves ahí, tan rozagantes y lozanos, sonrientes y dispuestos a ingresar al paraíso, también van a ser solo un recuerdo borroso de los días en que el mundo, el tuyo, el mío, era un albergue de infinita alegría con ingredientes de un filme de suspenso: pico-monto, pico-monto…