En una secuencia de imágenes, un hombre camina solo y un poco apresurado, encogido de hombros, con la mirada perdida o quizá triste, en medio del tráfico de una gran ciudad. La cámara sigue sus movimientos. Sin un diálogo que contextualice la situación, nos preguntamos: ¿qué lo ha traído hasta ahí? ¿lo persiguen? ¿Huye de algo? No hay palabras ni música de fondo. Silencio solo.
En una secuencia de imágenes, un hombre camina solo y un poco apresurado, encogido de hombros, con la mirada perdida o quizá triste, en medio del tráfico de una gran ciudad. La cámara sigue sus movimientos. Sin un diálogo que contextualice la situación, nos preguntamos: ¿qué lo ha traído hasta ahí? ¿lo persiguen? ¿Huye de algo? No hay palabras ni música de fondo. Silencio solo.
Leí en estos días que cada vez más creativos y narradores audiovisuales recurren a las historias silenciosas. Cansados del ruido ambiente y de tener que darle al público todo demasiado explicado, apuestan por contenidos donde es el espectador quien completa el relato. El lenguaje corporal, las imágenes, los detalles y las pistas se imponen sobre los sonidos y los diálogos.
Una historia sin palabras es necesariamente ambigua, crea una conexión con su receptor a través de la sugerencia. La atmósfera se intuye, pero nada es seguro. Todo queda a la interpretación. Y el silencio es efectivo. Es un vínculo.
Una historia silenciosa resulta compleja, estimulante. El misterio siempre atrae. Y es bueno que el narrador no nos tome por tontos al darnos todo mascado. Confía en que seremos lo suficientemente listos para seguir un cuento al que le faltan –o necesita– las palabras. Nosotros debemos encontrar las respuestas, asumiendo el riesgo a estar equivocados. Sin explicación ni contexto, sin porqués, nos proponen finales abiertos, historias no lineales, en las que nadie nos dice qué hacer o cómo entender lo que pasa. Y ¿por qué no? ¿Acaso no es así como funciona la vida?
Pensaba el otro día en un viejo amigo con el que, de pronto, nos quedamos en silencio. Después de años de hablar todo el tiempo, sin que pasaran más que unas horas sin algún intercambio: una llamada, un WhatsApp, un comentario desde el otro lado de la mesa, una foto sugerente, un link interesante. Y, de golpe, nada.
Pienso mucho en el silencio últimamente. A veces le temo: el silencio es el que suele anteceder las grandes catástrofes. O me acuerdo de silencios pasados que terminaron también con otros diálogos. Perder la posibilidad de hablar con alguien es una de las formas de la muerte. El otro existe cuando me oye, cuando puedo hablarle. Y pienso en esos silencios que se convirtieron en respuesta, distancia, pérdida, bofetada, censura o en una forma de engaño.
Casi siempre procuramos romper el silencio cuando existe. Lo hacemos todo el tiempo, de hecho. Uno manda un mensaje. Marca los números de ese teléfono que ya no se levanta al otro lado. Escribe una carta que otro ya no leerá. Empieza un diario.
Uno mira el silencio como si fuera un objeto. A veces siento que tiene una materialidad particular, casi sólida. Es un vacío que necesitamos llenar, es barrera, oscuridad, agujero. Uno mira un cuadro o una escultura y ahí lo ve, tan pesado como el material del que están hechas. Uno mira un ataúd y también: tan físico como una puerta cerrada.
En el ruido cotidiano, el de la modernidad en la que las palabras no cesan –medios, teléfonos, voces, masas que hablan todas al mismo tiempo– el silencio lo interpretamos como un fallo, como una anomalía en el sistema. Al punto de que ya casi siempre sospechamos de él o no sabemos soportarlo. Lo callamos con música, televisión, alcohol, chats, amigos, lecturas interesantes o superfluas, tiros al aire en las redes sociales.
Porque el silencio estorba como una molestia en la boca: uno lo tantea todo el tiempo con la lengua. Intenta evitarlo, pero no puede. Hasta que un día descubre que la llaga no está más ahí. Que sanó. Que ya no molesta. Y eso pasa sólo porque dejamos de hurgarla.
¿Y si acaso fuera exactamente el silencio lo que necesitamos? Cuando uno calla empieza a escuchar. A veces nuestra propia voz es el ruido que no nos deja oír lo que intentan decirnos. Vivimos en un permanente monólogo que se interpone todo el tiempo en otros diálogos.
Nos hemos acostumbrado a creer que el silencio es incómodo cuando, en realidad, en este murmullo permanente y sin relevancia, es bastante sano. El silencio es también complicidad, guiño, respecto, signo real de que alguien nos está escuchando. Quizá se nos olvidó que no hay que responder todo el tiempo, que es válido tardar en contestar una llamada, un chat, una pregunta; permanecer callados. Y que es mejor silenciar esas voces tan ruidosas, mezquinas, porque darles un altavoz es concederles en realidad más importancia. Seguirán hablando fuerte mientras les hagamos tanto caso.
El silencio puede ser felicidad cuando dejamos de llenar con ruido el miedo, como cuando caminamos por una calle vacía, una playa desierta, un bosque en el que sólo se oye el viento, las pisadas en la nieve, los pájaros. El silencio también es una forma de sensatez, de sabiduría, de meditación antes de apresurarnos a decirlo todo tan rápido.
Por eso me parecen tan interesantes las narrativas silenciosas de las que hablaba antes. Porque nos obligan a leer entre líneas, a apreciar la sutileza, a recordar que uno no necesita todas las respuestas, ni siquiera tantas palabras. De modo silencioso es como sucede en realidad la vida. Uno no entiende literalmente todos signos, procura poner las piezas en orden, asignar significados. Pero es así como se vuelve profunda. En el silencio entendemos mejor. Nos escuchamos.