La fuerza de Trump consiste en que dice lo que piensa o siente el gringo del común. Reproduce su rabia, frustración, desencanto y recelos
La continua ventolera, los avances y retrocesos, las explosiones de ira, las amenazas no cumplidas y los repentinos cambios de humor, todo ello, y la incidencia de tan errático comportamiento en la imagen pública de Trump, no son nada que nos sorprenda demasiado. Son gestos algo impostados o exagerados, que responden a su talante y personalidad, y también a una cierta liviandad –rayana a veces en la irresponsabilidad– que lo acompaña, y que llama la atención por lo inusual en un jefe de Estado. Más, repito, no todo es inocente o espontáneo y hay mucho de teatral y deliberado en su conducta. Al fin de cuentas, es el modo como se mueve la política en la hora de Trump. Se le censura por ello, pero impacta a la opinión pública porque le llega hondo, la expresa e interpreta en buena medida, contribuyendo así a recobrar la claridad que antes tenía la política, cuando los demócratas representaban a la centroizquierda y los republicanos lo opuesto.
Mejor dicho la fuerza de Trump consiste en que dice lo que piensa o siente el gringo del común. Reproduce su rabia, frustración, desencanto y recelos. Hablo del norteamericano corriente de clase media, algo racista con los negros y mucho con los latinos, a quienes considera intrusos, y como tales una amenaza latente que terminará desalojándolo. O sea que la penumbra e indecisión de los años precedentes le ha cedido el paso a la claridad ideológica o conceptual que hoy alumbra y divide a la ciudadanía, sin claroscuros. Esta se ha polarizado por obra de Trump, quien con su lenguaje incendiario y sus ademanes truculentos se expresa, brutalmente y sin ambigüedades.
La absolución impartida por el Senado le allanó el camino a la reelección. No hay competidor posible, con algún chance de torcer los pronósticos en lo que resta de aquí a noviembre. En el partido demócrata falta quien se le mida entre los aspirantes que van mostrándose, todos ellos signados por la medianía. Claro que Trump es también otro mediocre, sin mayores luces, pero con la ventaja de que encarna lo que el gringo promedio blanco o caucásico tiene como modelo del ciudadano perfecto, nimbado por el éxito y que triunfó en la vida. Y el éxito para los gringos equivale, antes que nada, a coronar en los negocios. Y Trump, por definición, tanto como su progenitor, es un negociante, y no lo oculta. No olvidemos que los norteamericanos todos son inmigrantes, o descendientes de tales, rebuscadores para quienes el éxito se mide por la fortuna que al final consigan amasar.
Y esto, que es una realidad insoslayable en Estados Unidos, cobra mayor relevancia ahora, cuando, en términos comparativos, mirada a partir de la brecha social que la separa de los inefables magnates de ahora, la clase media norteamericana tiende a empobrecerse, al paso que la concentración de la riqueza se acentúa en las capas superiores, cada vez más reducidas y agalludas.