Un día de trabajo

Autor: Memo Ánjel
13 julio de 2020 - 12:09 AM

Cuento de trabajadores y jefes, con una nota de suspenso, que Memo Ánjel regala a los lectores de EL MUNDO

Medellín

El cielo se oscureció y un relámpago amarillo re reflejó en los ventanales de los edificios y encima de los de los autos y autobuses que a esas horas pasaban por allí. De inmediato sonó un trueno largo y comenzó a llover. Y los hombres que trabajaban en la alcantarilla subieron rápido a la superficie, corrieron hasta el camión de la empresa de servicios telefónicos y se resguardaron adentro. La lluvia que caía era fuerte y abundante y en un momento convirtió la calle en un arroyo y opacó los vidrios del camión donde estaban los hombres. El frío comenzó a colarse por la puerta entreabierta. Afuera se veía gente resguardándose en las puertas de los almacenes y edificios y no se vio ni un solo paraguas. 

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-Creo que no trabajaremos más-, dijo Andrade y se frotó las manos grandes y de dedos callosos. Se le notaba la mugre entre las uñas.

-Eso lo decido yo-, contestó un hombre de cara cuadrada y pelo ensortijado. Tenía la nariz grande y una boca de labios gruesos. Era el jefe. Los hombres que estaban al lado de Andrade miraban al suelo.

-Este aguacero puede durar mucho-, siguió diciendo Andrade. Las manos del hombre se abrieron y cerraron.

-Es mejor que te calles-, dijo el jefe. Se pasó la mano por encima de la nariz grande.

-Me pagan por soldar tubería, no por callarme-, dijo Andrade. Los otros hombres levantaron la vista. Estaban sucios y cansados. Hasta el momento de salir a resguardarse, llevaban más de cinco horas dentro de la alcantarilla.

-Me duele la cabeza-, dijo el jefe y se recostó contra una caja de herramientas en la que se veía una estopa grande. Lo miraron. El interior del camión era amplio y los seis que estaban allí podían pasarla cómodos mientras durara la lluvia.

-Usted me dice cuándo nos vamos-, dijo el hombre que conducía el camión, dirigiéndose al jefe. Le decían puntilla porque tenía la cabeza grande y era chico. Había estado en Cuba de cuenta del sindicato.

-No nos vamos a ir-, contestó el jefe, su pelo rizado daba lástima. Todavía nos falta cerrar los conductos de las líneas telefónicas.

-Con la cantidad de agua que va a estar pasando por esa alcantarilla será imposible-, dijo otro de los hombres. Se frotaba un ojo.

-Veremos-, dijo el jefe y estiró las piernas. Tenía los botines muy untados de barro y olían mal.

-Quién tiene un cigarrillo-, preguntó Andrade. Dos manos se extendieron hacia él. Escogió un cigarrillo de tabaco negro.

---

 

Los hombres de la empresa de teléfonos habían llegado a eso de las diez de la mañana y antes de comenzar a trabajar habían bebido café. Luego miraron el mapa técnico que tenía el jefe y uno a uno se fueron introduciendo en la alcantarilla, siguiendo las instrucciones de ese hombre de nariz grande. Y a medida que entraban iban recibiendo las herramientas necesarias. Todos llevaban cascos con linterna, botas de suela gruesa, mascarillas y frascos de oxígeno, por si de pronto había gases peligrosos. Andrade fue el último en entrar y tuvo que hacerlo con cuidado debido a su corpulencia y a que llevaba el equipo más grande. La alcantarilla era amplia y vieja, húmeda y resbalosa. Pero no había ratas ni cucarachas. “Las alcantarillas no son como antes. Las han convertido en túneles de concreto y los ratones se mueren de hambre adentro”, había dicho Andrade antes, pero ahora miraba al jefe que señalaba con una tiza negra los sitios que cada hombre debía intervenir. Accionó el soldador y una llama azul pegó contra el piso. Lo apagó.

 

Escuchar a alguien que habla a través de una mascarilla es tedioso. También lo es seguir los pasos de otro que avanza en la semioscuridad. Pero lo peor es el olor que hay dentro de una alcantarilla, porque no se sabe si es propio del sitio o proviene de los hombres que trabajan allí o de algún animal muerto. Y esto del olor, las voces enmascaradas y la luz intermitente tenían de mal humor al jefe. Claro que nunca lo habían visto contento. Alguien había dicho que tenía un matrimonio podrido y siempre debía dinero a causa de jugar a las cartas o irse de putas y dejar todo el dinero en la casa de citas. Le gustaba presumir. “Él debe haber podrido su matrimonio”, dijo Andrade cuando le contaron.

-Andrade, no vuelvas a encender el soldador-, chilló el jefe. La nariz grande se le hizo enorme.

-Es que no sé si está bueno, por eso lo ensayo-, dijo Andrade y se tiró un poco el casco hacia atrás. Hacía calor ahí dentro.

-¡Pues no lo jodas para que no se acabe de dañar!-, volvió a chillar el jefe y se acercó para mirar el trabajo que hacía otro. “¡Estos ladrones de cobre la hacen cada vez mejor, hijos de puta!”.    

-Espero que no falle. Le dije que pidiera herramienta nueva-. A Andrade le gustaba poco el jefe, no porque fuera el jefe sino porque le parecía un hombre feo y servil. Además, era de esos que cometía un error y le echaba la culpa a otro. Por eso Andrade lo molestaba probando las herramientas antes de usarlas, igual que los equipos, para que se equivocara.

-Si está malo es porque tú lo dañaste-, dijo el hombre de la nariz grande y el pelo ensortijado. El jefe.

-No lo dañé yo sino el tiempo, llevo años con cariñito al rojo-. El jefe odiaba que los hombres a su cargo les pusieran apodos a las herramientas. Y esto también lo aprovechaba Andrade para ofuscarlo.

-¡A ver qué tan malo está, comienza a soldar aquí!-. La mano del jefe era pequeña y rechoncha. Tenía los dedos gordos y torcidos.

-Quite la mano, que se la quemo-, dijo Andrade. Bajó la careta de acero sobre la cara y activó el soldador. Primero fue una llama amarilla corta y luego una azul larga y sonora. El humo de la soldadura hizo recular a los otros hombres.

---

 

-Casi me quemas con la soldadura, en la alcantarilla-, dijo el jefe. Se había incorporado y se frotaba las sienes con las puntas de los dedos. La lluvia golpeaba el techo del camión.

-Eso le pasa por estar calculando cuánto acetileno gasto-. Andrade soltó una bocanada de humo.

-Que siempre es más del necesario. El acetileno cuesta-. El jefe sacudió la cabeza y los demás vieron cómo su boca se movía como una trompa. Dos de ellos sonrieron.

-Aquí los únicos que no costamos somos los obreros-, dijo el conductor del camión.

-¿Y es que vos valés algo, maldito comunista?-, dijo el jefe. Y se rio. “Ustedes los comunistas son cosa de museo”. El conductor se cerró la chaqueta y encogió los hombros.

-Vale más que el acetileno-, dijo Andrade y miró el soldador.

-Si lo enciendes te saco del camión-, dijo el jefe. Se notaba que la cabeza estaba por estallarle. Tenía los ojos rojos y respiraba con dificultad.

-El que debe salir al aguacero es usted. Quizás así se le quite el dolor de cabeza. Al frente hay una farmacia-, dijo el conductor. Seguía con los hombros encogidos y la cabeza hundida dentro del cuello de la chaqueta.

-¿Podrías acercar el camión?-, preguntó el jefe.

-No puedo, hay dos conexiones dentro de la alcantarilla. Si nos movemos las reviento-. El conductor guiñó un ojo a los hombres que estaban a su lado. Uno de ellos se hizo el que tosía.

-¡Qué conexiones! Ahí no debe haber ningún cable conectado-, chilló el jefe. Los pelos rizados se le ampliaron en la cabeza. Dentro del camión olía a húmedo.

-Pues salga y compruebe-, dijo Andrade y señaló con el soldador la puerta entreabierta del camión.

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El aguacero comenzó a detenerse cuando ya casi oscurecía. Los hombres se pusieron las chaquetas y salieron del camión. Había muchos vehículos en la calle tratando de abrirse paso al lado de las señales que los hombres habían colocado alrededor de la alcantarilla. Por las aceras se veían personas con paraguas negros y amplios. Una mujer anciana y flaca llevaba uno muy grande.

-Es imposible bajar, el agua corre enloquecida-, dijo uno de los hombres mirando al interior de la alcantarilla.

 -Y los cables que estaban conectados, ¿dónde están? -, preguntó el jefe. Los que estaban a su lado se miraron sonriendo.

-Se los debió llevar el agua-, dijo Andrade. La chaqueta que tenía puesta lo hacía ver más grande.

-Entonces los van a pagar ustedes-, dijo el jefe. Tenía la voz ronca, el pelo pegado a la cabeza y los pantalones mojados hasta casi la bragueta. Pero ya no tenía dolor de cabeza.

-Hay que hacer primero el inventario-, dijo Andrade. –A lo mejor aparecen-. Los demás se frotaron las manos, riendo. Una mujer los miró y movió las manos, parecía decir algo.

-Hay mujeres que hablan solas-, dijo Andrade acariciando a cariñito al rojo.   

 

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