Todo el mundo aferrado a su creencia, a su propio ghetto, decide que solo su verdad tiene cabida y quienes están fuera de ella, los diferentes, no merecen ni vivir
Podemos suponer que usted, yo y un considerable grupo de amigos hemos decidido ser veganos. Lo hemos reflexionado mucho y consideramos que nuestras razones no solo están relacionadas con la salud, sino que tenemos argumentos éticos, ambientales y humanitarios que sustentan nuestra decisión. Adoptamos pues un riguroso estilo de vida en el que no aceptamos el uso de productos y servicios de origen animal. Y así, armados con la fuerza de la justeza de nuestra causa, iniciamos una cruzada para salvar al mundo y arremetemos contra todos aquellos que comen carne, que usan zapatos de cuero animal, cinturones, carteras, los que toman leche. Consideramos que su equivocación es letal y los acosamos, los perseguimos, decidimos que son nuestros enemigos, nos burlamos de su ignorancia, los rechazamos, los culpamos de todos los males y concluimos que es tal su pecado, que ni siquiera deberían vivir.
O también podríamos suponer que luego de una honesta y profunda investigación en la búsqueda de la verdad, hemos encontrado los restos de una cultura ancestral cuyos fundamentos religiosos nos convencen. Es una religión que habla de bondad y de amor entre los semejantes, de solidaridad, y lo que más nos seduce de esta nueva creencia es su poder simbólico. Ellos consideran que el color blanco sintetiza todos esos buenos sentimientos que esta religión profesa. Así, los creyentes de esta buena nueva debemos lucir siempre prendas blancas. Entonces, convencidos de nuestra fe, decidimos que para que el mundo se salve y reciba la gracia de la bondad, todos debemos asumir esa religión y nos dedicamos a convencer al resto de nuestros semejantes. Los que nos creen, son bienvenidos y bien amados, los que no nos creen son enemigos de la bondad y entonces los perseguimos y los aniquilamos, de manera tal que el mundo solo sea habitado por nosotros los buenos. Es fácil detectar a los malos, son aquellos que no visten de blanco y a esa gente la desaparecemos para que el bien se imponga sobre el mal.
Vistas así, estas dos suposiciones parecen un mal chiste, pero ocurre que esa es la realidad de la era de las barras bravas en la que estamos viviendo. Todo el mundo aferrado a su creencia, a su propio ghetto, decide que solo su verdad tiene cabida y quienes están fuera de ella, los diferentes, no merecen ni vivir. Nos enceguecemos, somos totalmente incapaces de reconocer la diferencia.
Algo nos está ocurriendo como especie. La capacidad de discernir, la conciencia de nuestra existencia, el poder de reconocer tanto nuestra identidad como los valores que marcaban nuestra distancia inteligente de las otras especies animales, se ha venido diluyendo entre la maraña de los fanatismos. Ahora se matan en contiendas callejeras los que prefieren un equipo de futbol diferente al de los otros.
¿cuál es el razonamiento que acompaña al torturador? ¿qué piensa de la vida en términos existenciales un personaje tan siniestro como el ministro Carrasquilla?
Einstein, agobiado por los estragos de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, enfurecido por el uso destructivo que les dieron a sus descubrimientos en torno a la teoría de la relatividad, expresó que hay tres clases de inteligencia: la humana, que es la normal, la animal que es inferior a la humana y la militar.
Parafraseando al genio, hoy podría decirse que existen en efecto tres clases de inteligencia: La humana que es la normal, la animal que es inferior a la humana y la “inteligencia” del fanático.
Si, todo clama hoy por el abordaje de un Proyecto Humanidad.