Mientras los partidos se diluyen, prosperan grupos cohesionados, por ejemplo, por creencias religiosas y nadie se atreve a descartar sus solicitudes.
Los partidos políticos colombianos son un caso insólito en el planeta tierra. Comienzan con los primeros días de la independencia peleándose entre centralistas y federalistas cuando tenían que concentrar todos los esfuerzos en evitar la reconquista española. Los granadinos pagaron el error en los patíbulos que levantó Pablo Morillo, quien sabía poco de política pero mucho de milicia.
Enseguida los seguidores de Bolívar y de Santander encontraron pretextos para incubar dos partidos, enfrentados hasta llegar al extremo del atentado en la nefanda noche septembrina. Y siguieron listos a encontrar diferencias en cualquier suceso baladí, como ocurrió con los “pateadores y carracos”.
Los enfrentamientos en las guerras civiles cobraron un alto precio en vidas.
Creíamos aprendida la lección cuando el sistema presidencial colombiano comenzó a producir su efecto bipartidista. Con la concentración de poderes en cabeza del presidente, el ejecutivo fuerte produjo su efecto político obvio: el bipartidismo.
La unidad del partido era inevitable. Si se dividía estaba garantizada la derrota. Los conservadores no lograron unirse en la disputa de las candidaturas del general Alfredo Vásquez Cobo y el maestro Guillermo Valencia y se cayeron en 1930. Los liberales insistieron en la división entre Jorge Eliécer Gaitán y Gabriel Turbay y fueron derrotados dieciséis años después.
El Frente Nacional pacificó ardores, pero no pudo evitar que los partidos repitieran adentro los errores que cometían afuera.
Se pensaba que, al salir del régimen de excepción, vendría la reunificación y el bipartidismo volvería, por la necesidad de congregar las mayorías para ganar la Presidencia. Pero, para sorpresa de todos, se esparció una fiebre divisionista que atomizó los viejos partidos.
La ley de los partidos políticos empeoró el panorama. Para ser reconocido como partido hay que cumplir un trámite, cualquier grupo cumple con el papeleo, saca su certificado y se dedica a repartir avales. No importan la ideología ni los programas, si los hay y mucho menos los principios. ¡A conseguir firmas que no comprometen a nadie y listos, ya hay partido!
Así no hay jefes que controlen a sus electorados. Son generales que no mandan. Sometidos mansamente al oportunismo de empresarios de avales sin escrúpulos. Álvaro Uribe y Cesar Gaviria, por ejemplo, hacen lo imposible, mientras a su alrededor gira una rueda con avales en la mano que pone a tambalear cualquier orden.
Ni siquiera se reconocen las mayorías cuando se decide hacer una encuesta previa para no equivocarse. El Centro Democrático está en afugias, porque quienes ganan sus sondeos internos, si acaso consiguen una candidatura provisional que se la desaparecen en cualquier momento o si no que lo diga Ángela Garzón, quien descubrió que ganar era un camino hacia el despojo y el maltrato personal. O César Gaviria, que con un manojo de avales en la mano se ve forzado a adherir a candidatos de otras colectividades, bien ajenos al pensamiento liberal como los cristianos, para que no lo deje el Transmilenio que ya arrancó.
Mientras los partidos se diluyen, prosperan grupos cohesionados, por ejemplo, por creencias religiosas y nadie se atreve a descartar sus solicitudes.
Los jefes tradicionales buscan con desesperación temas que atraigan votantes. ¡Tarde! Si ideas y doctrinas no importaron en estos años, menos lo harán en vísperas electorales.