Como una formación rocosa que sobresale de la superficie del mar, la Escuela Normal Superior Antioqueña permanece persistente desde hace más de 80 años, fija y aristosa, se adapta también a la intensidad de las olas y a las transformaciones de su entorno. Ella, una institución educativa que hace maestros de sus estudiantes, presume de vivir bajo dinámicas distintas a las otras y, para su orgullo, en función del aprendizaje y comprensión.
El trabajo educativo, aunque complejo y muchas veces subestimado, constituye grandes capacidades y niveles de impacto; solo hay que darle un vistazo al tipo de dinámicas que desarrollamos en un salón de clases para darnos una idea de lo que somos como ciudad. En semejanza a las demás entidades educativas, la Escuela Normal Superior Antioqueña es otra más que busca transformar su entorno con entrega y compromiso a través de sus estudiantes; sin embargo, ella, distinguida y experimentada, ha decidido, además, echarse a cuestas una tarea necesaria y para nada sencilla: enseñar pedagogía.
Después de 83 años de trazado el camino, la comunidad normalista continúa creciendo y se enorgullece de una labor que, además de traerle retos y transformaciones, la diferencia ejemplarmente de las demás instituciones. Consciente y motivada, hoy reconoce que los frutos de su trabajo tardan en madurar y que, si bien para ella transcurrieron diez años en ser reconocida como la mejor en la categoría Gestión Ejemplar 2018, todo vale la pena.
Pasadas las 3:00 de la tarde de un lunes, la Escuela Normal Superior Antioqueña, ubicada en Buenos Aires, es una gran casa abandonada y, posiblemente, embrujada; una mansión de techos altos, pasillos largos de paredes herméticas, cuchicheos y ecos perdidos, ojos inexpresivos que observan a través de las viejas pinturas con motivos religiosos. No son pocos los que, una vez perdidos en las instalaciones, han jurado ver apariciones y escuchar sonidos de ultratumba… ¡Qué tantas historias pueden suscitar los solitarios corredores de un colegio católico!
“Ay, gracias a Dios”, suspira una estudiante de sudadera, ojos achinados y cabello largo, antes de pegarse una carrerita, mochila en mano, hasta el portón en el que la espera una mujer de facciones similares. Tal vez haya más personitas de uniforme ahora en la institución, pero lo cierto es que, después de ella, ningún otro alumno se dejará ver hasta pasadas la tarde y noche; momentos en los que solo merodean los vigilantes y algunos que otros maestros y directivos.
“Lo que sucede es que tenemos la vida entera y el corazón puestos en la Normal”, explica Cristina Pérez Rojas, coordinadora de Normatividad y Convivencia, refiriéndose a los tantos días de trasnocho y trabajo en vísperas del reconocimiento y la acreditación de calidad, ambos programados para el mismo año. “Hacemos con tanto cariño y entrega nuestra labor que no la sentimos como un trabajo, entonces uno no siente pesado venir aquí”.
Sentada en un salón de trofeos y en compañía de los coordinadores académicos y de Formación Complementaria, Marta Giraldo y Diego Castro Ramírez, respectivamente, la mujer de cabello negro frunce sus labios adornados de pintura rojiza y exalta el trabajo realizado en función de la pedagogía e investigación.
“El aprendizaje para la comprensión es nuestra mayor fortaleza”, apoya Marta Giraldo con un tono de voz de ratón, y añade: “Y fue ese mismo proceso de la Normal el que llevó a que nos postularan”.
Si bien los coordinadores han recogido experiencias distintas en la institución, coinciden en que la importancia del reconocimiento radica en ser algo inesperado; aunque desde el 2008 la institución se había postulado a él, no lo pudo conseguir hasta diez años después, cuando dejaron de presentarse.
“Uno piensa que los procesos educativos se implementan y que, al otro año, ya van a dar sus frutos, cuando no es así, ellos son de largo aliento, precisamente porque estamos trabajando con seres humanos y nosotros no cambiamos de la noche a la mañana”, Diego Castro mueve sus pesadas y morenas manos al ritmo de sus palabras. Ha trabajado 19 años en la Ensa (Escuela Normal Superior Antioqueña) y, para él especialmente, este logro fue lo máximo.
No obstante, el orgullo no deja de ser compartido; entre estudiantes y maestros, se congratulan por ser los mejores y amar lo que hacen, razones de sobra para exigirse más. Con unas últimas palabras, Marta Giraldo aclara: “Cuando llegas a la cima, tienes que mirar qué sigue desde ahí; este es un triunfo y un reto”.
Con un incremento del 11% respecto al 2018, el Ministerio de Educación prometió que, para el este 2020, el sector contará con 44,1 billones de pesos de presupuesto; la cifra más alta de inversión en la historia. En el ámbito local, el panorama luce igualmente alentador, la educación cuenta para el 2019 con cerca de un billón de pesos, es decir, el 26% del presupuesto total de la Alcaldía; mucho más de lo que reciben otros sectores.
No obstante, para la prensa local, los números son imprecisos debido a que, en los últimos tres años, Medellín solo ha destinado un 5% de su presupuesto en educación para responder a diversas necesidades como el transporte escolar, eficiencia en la administración del servicio y, más importante aún, capacitación docente. Pero sean pesimistas o confortantes las percepciones, lo cierto es que, en comparación de otras ciudades, Medellín destaca y lidera procesos educativos, por lo que, según entidades como el Centro de Innovación del Maestro, los presupuestos terminan siendo favorables y las estrategias, exitosas.