Un buen alcalde tiene que renunciar a la pretensión de aprovechar el presupuesto de la ciudad para construir o engordar su imagen personal.
Un alcalde es un líder.
Un alcalde es un gerente.
Un alcalde es un administrador.
Un alcalde es un gestor de progreso.
Un alcalde es un soñador con los pies en la tierra.
¿Todas, ninguna o solo alguna de las anteriores?
Cada ciudadano puede tener su propia definición de lo que es, debe hacer y significa un alcalde, una persona de carne y hueso en quien la mayoría de ciudadanos de una comunidad pone sus ilusiones y parte de su futuro, gracias a la confianza construida durante años de trabajo o a los buenos resultados de una campaña de comunicaciones.
Un alcalde sirve para integrar aspiraciones, digamos que no solo las de su equipo por acceder a un cargo público bien remunerado, que también, sino las de la sociedad que espera ver materializados sus derechos fundamentales en acciones de gobierno, en decisiones de políticas públicas y en obras físicas que permitan alcanzar mejores niveles de calidad de vida. Parece sencillo.
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Un alcalde tiene que entregar la ciudad mejor de cómo la recibió. Y no es retórica. No se trata solamente de una frase o de una mentira bien adornada. Esa sensación de progreso y mejoría no solo debe verse en el semblante de la gente sino en los datos reales de cada sector. Para eso son los empalmes, que, dicho de paso, deben ser compartidos con los ciudadanos, de una manera sencilla: así recibimos la ciudad y así la queremos entregar; estas son las metas y estos los indicadores. Sin maquillaje y sin adornos.
Para empezar, un buen alcalde tiene que renunciar a la pretensión de aprovechar el presupuesto de la ciudad para construir o engordar su imagen personal. Alcaldes con desbordado apetito político tienen la tentación de utilizar la alcaldía como plataforma de lanzamiento electoral. La mayoría de alcaldes de Medellín luego han sido elegidos gobernadores y otros han dado el salto a los ministerios o al Congreso.
Pero también es preciso recordar que la aprobación ciudadana no es el indicador más realista: todos los alcaldes de esta ciudad han pasado como los mejores del país en su respectivo período, no solo porque Medellín es una ciudad generosa a la hora de responder encuestas –si es que las hacen-, sino también porque el presupuesto municipal de una ciudad holding como la nuestra ayuda mucho: las transferencias de EPM (4.3 billones en promedio durante el período anterior), más los presupuestos participativos y la siempre exagerada pauta publicitaria, ayudan mucho a consolidar la imagen de los gobernantes locales. Por eso a los alcaldes siempre les va bien: Luis Alfredo Ramos marcó 95 por ciento de aprobación, Sergio Fajardo terminó con el 90 y Luis Pérez con el 71 por ciento. Un poco por debajo de estos guarismos estuvo Alonso Salazar, que registró un 49% de aceptación al concluir su período.
Un alcalde siempre debe tener como propósito el fortalecimiento de la institucionalidad, renunciando a la vana ilusión de alimentar su ego. El concepto de ciudad está por encima de la figura del alcalde. En el período anterior se notó más la presencia del alcalde que de la Alcaldía y esto no es bueno desde el punto de vista de las instituciones democráticas. El alcalde es la cabeza de un equipo de gobierno, que también debe ser visible para los ciudadanos. Cuando un alcalde se abroga todos los papeles, como sucedió en el pasado, su equipo se diluye. La transparencia informativa ayuda en el proceso de afianzar la institucionalidad.
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Un alcalde debe ser impecable en resultados de seguridad, pero no debe olvidar la construcción de tejido social, sabiendo que la nuestra es una ciudad caracterizada por la desigualdad, el desempleo, la informalidad laboral, entre otros males. La inversión social debe enfocarse en calidad de la educación desde la primera infancia, salud integral para todos, asistencia para la tercera infancia y atención para los grupos vulnerados y tercera edad, tan necesitados de la mano del Estado.
Además de cumplir con todos los puntos anteriores, un alcalde debe escuchar a los ciudadanos, a los gremios, a los colectivos, a la gente de la calle, que tiene la experiencia y el conocimiento para sobrevivir en la ciudad pese a la falta de alternativas y al asedio de la violencia. No es fácil, pero tampoco es imposible.