Ellos están dispuestos a respetar la vida de todos aquellos que piensen como ellos y actúen como ellos, pero el resto, no merecen el más mínimo respeto, no merecen vivir.
Creo que fue en la década del 90 que alguna Agencia de Publicidad se engolosinó por estas tierras con una campaña “cívica” cuyo leit motiv era “los buenos somos más”.
Se trataba (con muy buena intención, creo) de establecer una diferencia nítida entre lo que significaba el comportamiento de “nosotros los buenos” y el actuar de los criminales, narcotraficantes y asesinos que controlaban y agobiaban con sus explosiones, extorsiones y desafueros, la vida de las gentes de la ciudad y del país.
Desde luego, la buena intención no basta, porque por esos mismos días la campaña en referencia suscitó un debate: ¿Qué es ser bueno? ¿Quiénes son los buenos?
Probado como está que el mundo es según el cristal con que se mire, es cierto que a diario se cometen todo tipo de excesos y de crímenes en nombre de “la verdad”.
La “verdad” es también una cosa relativa y sobre la “verdad” se fundamenta la condición de bueno que cada quien exhibe: Soy bueno porque soy poseedor de la verdad.
La descomunal masacre a los judíos en la Segunda Guerra Mundial se cometió a nombre de la verdad de los nazis. Los muertos de las guerras santas y de las Cruzadas se cometieron sobre la base de estar propagando y defendiendo la verdad de Cristo. Las limpiezas sociales, las guerras de exterminio, se fundamentan en verdades que asumen a las mujeres, a los pobres, a los negros, a los homosexuales, a los comunistas (para no citar sino cinco condiciones) como depositarios de la maldad y el pecado.
El caso de la reciente y controvertida movilización de amplios sectores de la ciudadanía que protestaban contra la violencia, a propósito de la bomba en la Escuela de Cadetes, es altamente representativo del significado de esta reflexión.
Un anciano aparentemente inofensivo, de esos que comulgan los primeros viernes, que exhibe en la cabecera de su cama un enorme cuadro religioso, arremete contra un joven que se ha puesto una camiseta en la que protesta contra la guerra, pero le ha puesto un nombre que él anciano no comparte: “La guerra de Duque y de Uribe”. Entonces el viejito se sale de las casillas, se torna en un personaje violento, agresivo, virulento que estruja al muchacho y amenaza con “pelarlo”. En el mismo escenario, otro de los “buenos” grita a personas con las que no comulga, que “¡plomo es lo que hay, plomo es lo que hay!”. También debe ir a misa los domingos. Es deprimente.
Savater dice que la ética es la reflexión sobre qué comportamientos y normas consideramos válidos, esto es, qué moral consideramos válida, y la comparación con otras morales que tienen personas diferentes.
En la ética subyace el respeto por la diferencia.
Lo angustioso es que, al margen de cualquier consideración ideológica, el principio ético que pareciera descollar en todas las creencias, en todas las religiones, en todas las sociedades, en el instinto mismo de la naturaleza humana, es el respeto por la vida. Pero eso es también relativo para los “buenos”. Ellos están dispuestos a respetar la vida de todos aquellos que piensen como ellos y actúen como ellos, pero el resto, no merecen el más mínimo respeto, no merecen vivir.
Tiene razón Lipovetsky, la ética de estos tiempos es una ética indolora, maniquea, abundante en derechos y carente de deberes.
Miro estos escenarios deprimentes y me surge siempre la idea urgente de que empecemos a organizar un Proyecto Humanidad…