La incertidumbre sobre el capitalismo no solo se reduce a los beneficiarios directos (empresarios), gobernantes y analistas, el poblador raso también la siente.
La preocupación por el estado del capitalismo como sistema económico o como modo de producción, es universal y cada vez con mayor audiencia. No es un asunto de interés tan solo de las aulas universitarias o los centros de opinión; los empresarios de todos los tamaños y los gobiernos capitalistas de todos los colores, no esconden su inquietud por los resultados del modelo en la calidad de vida de las personas, respecto a dos grandes variables: la inclusión y la sostenibilidad. Por primera vez, desde 1987 cuando se decidió abrir el Foro Económico de Davos en Suiza a representantes de países ajenos a Europa, la agenda no fue copada por las urgencias de la economía mundial relacionadas con el comercio, la política fiscal o el manejo monetario. La atención de gobernantes y expertos, salvo algunas excepciones, se concentró en los retos frente a las dos espadas de Damocles que penden sobre la economía capitalista: la creciente desigualdad y el cambio climático.
Ahora bien, la incertidumbre sobre el capitalismo no solo se reduce a los beneficiarios directos (empresarios), gobernantes y analistas, el poblador raso también la siente. El diario La República, 20 de enero 2020, nos informa que “una mayoría de personas en todo el mundo cree que el capitalismo en su forma actual está haciendo más daño que bien, según una encuesta realizada antes de la reunión de líderes empresariales y políticos de Davos de esta semana. Este año fue la primera vez que el "Barómetro de Confianza Edelman", que durante dos décadas ha encuestado a decenas de miles de personas sobre su confianza en las instituciones centrales, trató de comprender cómo se veía el propio capitalismo”. El diagnóstico negativo sobre el capitalismo provino de una encuesta o sondeo a más de 34.000 personas. Esa desesperanza sobre la posibilidad de mejorar condiciones de existencia al calor de defender la propiedad privada, la libertad de empresa y la libre competencia, también se extiende al tipo de relación entre la población y el Estado, y el ejercicio de la política, bajo el paraguas de lo que se ha dado en llamar de una manera gaseosa como la democracia. La crisis es del capitalismo y de la democracia.
Hoy no hay que ser de izquierda para desentrañar las falencias del capitalismo. La derecha tiene la cabeza entre las manos, porque ha entendido que la desigualdad es una criatura engendrada por el sistema que puede amenazar su subsistencia. Las demandas de las movilizaciones sociales, en su mayoría -para excluir las de Hong Kong-, tienden a confluir en la desigualdad como una situación intolerable. Pero la tragedia de la izquierda es que ese remezón que golpea al sistema capitalista, se produce no por contrastación con otro sistema como el socialismo o el comunismo, esgrimidos como la gran alternativa para la humanidad. Al contrario, los latigazos en la espalda se los está dando el mismo capitalismo. Y cuando se habla de socialismo, es dentro del capitalismo, reformándolo, no cambiándolo. Es lo que pregonan Bernie Sanders desde EE.UU. o Thomas Piketty con su “socialismo participativo” desde Europa. El socialismo perdió su connotación marxista al renunciar a la lucha de clases, a la dictadura del proletariado o a la confiscación de la propiedad privada, para convertirse en la expresión moderna de la lucha progresista por humanizar el capitalismo sin derrocarlo. Las economías de bienestar son la expresión de ello.
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Mucha sangre, dolor y lágrimas ha dejado la lucha anticapitalista en el último siglo con la bandera del Manifiesto Comunista de Marx y Engels, para que a comienzos del presente siglo XXI la disyuntiva política se reduzca a economía o democracia representativa o participativa, globalización económica o proteccionismo económico, desarrollo utilitarista o desarrollo inclusivo. Cómo no hay lugar para el desconcierto al observar que mientras Trump se volvió un feroz proteccionista en la cuna de la globalización, la China proteccionista cifra su existencia en la globalización. Todo patas arriba.