La dejación de armas de las Farc, a pesar de las dudas que genere, debe ser el impulso para construir un país mejor.
Así como el título de la novela del gran Hemingway, se hizo tendencia en redes la expresión que ratifica el sueño de la mayoría de los colombianos: el adiós a las armas y la bienvenida a la controversia pacífica, seguramente acalorada en muchas ocasiones pero respetuosa. Como lo mencionamos hace apenas un par de semanas en este Memento, el desarme de las Farc se había convertido en el anhelo nacional más declarado pero no en el más celebrado ante su materialización, por cuenta entre otras cosas de la poca credibilidad que fueron capaces de fortalecer las partes y por falta de algún líder carismático que inspirara una mirada más certera sobre el proceso.
Lea también: La dejación de armas
Aún para los periodistas se volvió lugar común durante muchos años la respuesta de la paz o el fin de las Farc, frente a la pregunta farandulera sobre la noticia que nos gustaría transmitir. Se contó y se transmitió con menos despliegue de otros casos y aparejada con las dudas y las críticas que han acompañado el proceso. Y de nuevo hay que decir que sí, que está bien que así sea, porque no se trata de uniformarnos en la idea ni de hacer invisibles a quienes piensan distinto. Ojalá las críticas, las dudas y los reclamos sirvan para mejorar el proceso y recordarles a las partes que aún es frágil, así la misma ONU diga que no tiene reversa. Infortunadamente los colombianos hemos demostrado que somos más proclives a las armas que a las palabras.
Sin embargo aún los más pesimistas reconocen lo que significa la entrega de 7.132 armas. Máquinas de muerte que no serán empuñadas y que no cobrarán vidas. Mucho nos ha costado como sociedad llegar hasta aquí. Por eso es momento de recordar a tantas víctimas, tantos héroes que entregaron su vida por el sueño de la paz, que muchos hoy ven con más incertidumbre que esperanza. Por la memoria de esas cientos de personas, por la tranquilidad de las generaciones siguientes, vale la pena continuar en el empeño de construir una sociedad más justa, más equitativa, más respetuosa de las diferencias e intolerante a las vías armadas.
Aunque celebren con reticencia la entrega de armas, muchos siguen reclamando que son pocas. Y es posible que así sea. Mucho hubiera servido esa duda razonable en casos como la falsa desmovilización del Bloque Cacica Gaitana en 2006, cuando nos hicieron soñar en vano con la primera desmovilización masiva de las Farc. Entre nosotros la desconfianza siempre tiene antecedente y una justificación. Aquí hemos fingido todo y mil veces encargamos a los ratones que cuidaran el queso, como parece que ocurría en la Fiscalía con el responsable de atacar la corrupción. Así como toda porción de odio es exagerada, siempre es poca la cantidad de duda que se pueda albergar legítimamente. El asunto es cómo hacer para que esas dudas se expresen con respeto, sin mentiras y con la seguridad de que nadie será atacado o penalizado por expresarlas.
Hemos avanzado sin duda; tal vez no se note lo suficiente, pero hemos ganado como sociedad a pesar de los vacíos y los temores. Ahora debe ser compromiso general aportar para la creación de esa nueva sociedad que el momento reclama. Tendremos que acostumbrarnos, por ejemplo, a escuchar a los líderes guerrilleros expresar sus ideas altisonantes en un tono que no nos gusta, pero es preferible ese sonido al de las balas. También del lado que siempre se ha presentado como parte de la legalidad hay ideas y tonos que no gustan; es el ejercicio mismo de la democracia, la expresión de la civilidad.
Decirle adiós a las armas es sobre todo declarar la esperanza de no repetición de la violencia. Muchos años, tal vez décadas, harán falta para cicatrizar tantas heridas, para lograr que los hijos no hereden los odios de los padres; pero si llega el momento en que a nadie se le ocurra usar un arma para imponer sus ideas, habrá valido tanto sacrificio. El camino es largo y no está tapizado de flores, pero es menester empezar a recorrerlo.