Ajedrez en la obra de García Márquez

Autor: Redacción
23 julio de 2017 - 03:00 PM

¿Cómo se ve reflejado el ajedrez en la obra del Nobel colombiano, Gabriel García Márquez?, es la pregunta que responde el escritor Óscar Domínguez. 

Medellín

Óscar Domínguez

Apertura

Alos seis años, García Márquez logró su primer triunfo literario gracias a un imaginativo tsunami de belleza llamado ajedrez. Tal vez por esta feliz circunstancia, personajes de algunas de sus ficciones mueven las piezas. Lo hacen con más ardor que técnica. Se les perdona.

Seguramente, el descubrimiento del juego en el que se debaten el “tenue rey, sesgo alfil, encarnizada reina, torre discreta y peón ladino”, según la descripción de Borges, tuvo en el niño Gabito impacto similar al que sufrió el coronel Aureliano Buendía cuando conoció el hielo.

Claro que para conocer intimidades del juego de los escaques, el exniño prodigio de Aracataca  tuvo que esperar hasta cuando hizo cursillo de bogoteño en la capital colombiana.  Las primeras letras ajedrecísticas se las impartió en medio del humo del café El Automático  un poeta que jugó con Philidor “a los escaques. En  escaques soy ducho y en las damas un hacha”. ¿Su nombre? Sí, lo sé y sí lo digo: el maestro León de Greiff.

El pequeñín caribe que cambiaría la v de escritor novel por la b larga de Nobel, paraba la oreja para pescar en la cháchara de los iluminados, pistas que mejoraran su formación literaria.

Apenas ocho palabras tiene la frase del crío que se puede considerar, “torciéndole el cuello al cisne”,  la primera piedra de lo que sería su Nobel de Literatura: “El Belga ya no volverá a jugar ajedrez”.  

La pronunció un domingo al abandonar con su abuelo cómplice la casa donde habían visto el cadáver del suicida europeo que había pasado a peor vida gracias a una sobredosis de cianuro después de ver la película Sin novedad en el frente. Para no desertar solo, le suministró a su perro idéntico menú.
El belga y el coronel disputaban partidas de ajedrez “mudas e interminables”, en presencia del niño que en el fondo debió celebrar el suicidio del rival de su pariente. De  regreso a casa, el coronel contó la salida de su nieto como una genialidad.

“Hoy me doy cuenta, sin embargo,  de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario”, escribió Gabo en su autobiografía.
La familia del coronel no sólo aplaudió la metáfora, sino que a medida que la repetían ante familiares  y visitantes, le iba sumando arandelas. Las versiones fueron tantas y tan disímiles que “terminaban por ser distintas de la original”, cuenta el fabulista.

Esa capacidad de distorsionar la realidad sería básica en su formación de narrador, o sea, de “mentiroso que siempre dice la verdad”, dicho sea con M. Jean Cocteau.

“Me aburrían las partidas de ajedrez con el belga y las conversaciones políticas”,  garrapateó el de Aracataca.

Lea también: Sangre y tierra en dos cuentos de Rulfo
 
Medio juego

No se aburrían moviendo las 32 piezas en 64 escaques los dos primeros personajes de su novela El amor en los tiempos del cólera. Como la ficción se enriquece lícitamente con migajas de realidad, el primer protagonista es una reencarnación del belga de sus años tiernos. Se trata del antillano Jeremiah de Saint-Amour quien se suicidó apurando cianuro de oro que deja arena en el corazón, según su contrario, el médico Juvenal Urbino.

Como los lectores podemos meter la cucharada en las novelas, digamos que el médico incurriría luego en el extraño enroque de morir para endosarle su viuda a su rival de siempre, Florentino Ariza. “Hay mujeres que merecen ser viudas y ojalá temprano”, leí. Le pongo papel carbón a la metáfora.

Como todo buen médico, Urbino acompañó a su expaciente hasta la tumba aunque en vez de examinar su cuerpo, se dedicó a reconstruir la última partida.

Tal vez Urbino sabía más del juego que vino a lomo de cobra desde la India, que de las artes hipocráticas, porque pronto descubrió que de Saint-Amour perdería cuatro jugadas más tarde la partida que disputaba contra su amante. Nadie  sabía del ajedrez como sinónimo de viagra, si aguanta la interpretación de que la pareja intercambiaba jaques antes de entregarse a  horizontales cabriolas de alcoba.

Otro eterno enamorado, el libertador Simón Bolívar, dedicó sus últimos ocios a jugar  ajedrez. Supo de su estremecedora y sutil belleza y de las emboscadas que entraña, en su segundo viaje a Europa.

La historia quedó consignada en El general en su laberinto. Cuando Dios no viene manda el muchachito. Esta vez lo hizo en la persona del fraile Sebastián de Sigüenza quien le prestaba a Bolívar “una ayuda encubierta.  El fraile aceptó de buen grado, y lo hizo bien, dejándose ganar al ajedrez en las tardes áridas en que esperaban a los enviados de Urdaneta”.

Como la historia dizque se repite porque carece de imaginación, en el Macondo de hoy, para ascender en la nómina, los subalternos-sacamicas suelen dejarse ganar del presidente de turno al tenis. O al póquer, en la era Santos.

Acostumbrado a las trapisondas que hay detrás de los enroques del bobo sapiens, a los falsos gambitos y fianchetos de los criollos liberados del yugo chapetón, el general caraqueño casi se vuelve un experto jugando contra el general O’Leary en las noches muertas del Perú.
Al final, no fue más lejos porque “el ajedrez no es un juego sino una pasión… y yo prefiero otras más intrépidas”. No tiene razón, ¿pero quién le discute a quien liberó cinco naciones?

Visionario hasta en la lúdica,  Bolívar fue más allá en ajedrez de lo que han ido todos sus sucesores juntos. Con excepción, tal vez, del expresidente conservador - y conversador- Belisario Betancur,  quien jugaba en casa de la activista política María Cano para distraer el hambre y asegurar la dormida bajo techo, mejor que en el parque de turno. Lo dejó escrito BB en el prólogo del libro Jaque al olvido, de Boris de Greiff. (Editores El Navegante para que hagan sus pedidos).

El general Bolívar incluyó el ajedrez entre sus programas de instrucción pública, “entre los juegos útiles y honestos que debían enseñarse en la escuela. La verdad es que nunca persistió porque sus nervios no estaban hechos para un juego de tanta parsimonia y la concentración que le demandaba le hacía falta para asuntos más graves”.
 
Final

Precisamente, un bisnieto del anfitrión del Libertador en las minas de plata en Honda, Mr. Edward Nicholls,  el fallecido maestro Boris de Greiff, fue uno de los protagonistas de una partida de ajedrez cubierta por el Nobel García Márquez, en casa de Fernando Gómez Agudelo. (García Márquez no da  el nombre del anfitrión, lo que en su momento “enfureció” a los Nicholls que lo tienen bien averiguado y salieron al rescate de Mr. Edward.  Palabra de Boris).

Al frente del hijo de León de Greiff, mencionado atrás, se apoltronó el pianista vienés Paul Badura Skoda, también versado en las artes de la diosa Caissa, patrona de este esperanto de la imaginación.

La larga noche del ajedrez de Paul Badura Skoda, tituló don Gabo la crónica que escribió para El Espectador dando cuenta del triunfo de Boris en esa ocasión. Badura regresó en otra ocasión, pidió revancha y con sus manos de pianista versado en Mozart ganó una de las dos partidas.
Fue anfitrión el mismo Gómez Agudelo. Otto de Greiff, tío de Boris,  anotaba las partidas y era el que  “alcaponía” la música. El cronista García Márquez no estuvo en la segunda velada.

Badura le regalaría a García Márquez la sonata Hammerklavier, de Beethoven, con la siguiente dedicatoria en español, uno de los cinco idiomas que domina: “En recuerdo de la noche más larga, le envío la sonata más larga”.

Este “Manos Brujas”  europeo me explicó en una fugaz charla que tuvimos que “una sonata tiene su primera parte, desarrollo y final”. El sabio hindú que inventó el ajedrez para el rey Bahir tal vez se inspiró en algún Beethoven  oriental pues el ajedrez, como la vida,  también tiene apertura, medio juego y final.
Los saben bien los secuestrados que han hecho del ajedrez su polo a tierra con la vida. Casi no hay liberado que no hable de sus recreos ajedrecísticos tan pronto regresa a casa.

En Noticia de un secuestro, el de Aracataca recuerda (páginas 63, 68, 140 y 87)  cómo el ajedrez ayudaba a los cautivos de los extraditables a no desfallecer.
La carátula,  diseñada por el cineasta  Rodrigo García Barcha, hijo del Nobel, reproduce una torre, tal vez aludiendo a la pesadilla de babel que padeció el país. El ajedrez para los cautivos es una extraña forma de ejercer la libertad.  Todos le dan gracias al hindú  por  haberlo inventado. Hay numerosas leyendas a la hora de adjudicar la paternidad responsable del juego.

La leyenda cuenta que el rey  Bahir quiso pagar recompensa por semejante creación para distraer sus ocios, y al final pidió la cuenta para la reciprocité que llaman los franchutes. Su súbdito le cobró  un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera y así…. 

El buenazo del monarca se desternilló de la risa con la bicoca, pero perdió el insomnio cuando sus matemáticos, computadora (ábaco) de piedra en mano, hicieron cálculos y le pasaron la cuenta:  1.844.674.403.709.551.615  granos de trigo (el equivalente a 87.076 billones de gramos del cereal). La cuenta se quedó sin pagar. Pero gracias al ajedrez, regalo de los dioses, habemus Nobel colombiano.
 

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