(O de cómo nació una judería campesina en Argentina)
Es difícil sacar el pan de la tierra, pero solo de la tierra lo sacan los hombres honrados.
Alberto Gerchunoff. Los gauchos judíos. El viejo colono.
Las emigraciones
Los hombres y las mujeres, con sus críos, se movieron por la tierra, como los pájaros y los caballos, siguiendo vientos propicios, pastos más verdes e ilusiones. Y en este moverse siguiendo caminos pares y dispares, atravesando montañas y mares, desiertos, selvas y valles, unos se perdieron, otros anclaron y muchos llegaron a olvidarse de que esto les pasó. Sucedió cuando ya estaban quietos y no se movieron más. Y la suerte de esta gente, que fue redonda como las monedas, se convirtió en burguesía, proletariado o mera integración a los que D’s les diera, que a veces no es lo mejor pero con eso basta, si hay paciencia.
Moverse, siguiendo el sol o la luna, a veces escapando y en otras dándose un empujón, es parte del humanizarse o convertirse en animal. Se humanizan los que llegan a construir y se unen; se vuelven animales asustados los que van solos y enloquecen porque no llevan creencias ni saben quiénes son. De unos y otros dan razón las crónicas que, así bien a veces mienten, su mentira no es tan grande como para no tener adentro una verdad. Pero esto de las crónicas pasó hasta el siglo 19, cuando los registros oficiales se enfrentaron a emigrantes que escribieron diarios, cartas y relatos personales. Y estos últimos (los escribientes y no los escribanos) conformaron la historia de la vida privada dándoles valor a personas con maletas y baúles, y a esto de lo que es un hombre en buen o mal estado. A lo que es la vida en el ir y el detenerse, el descansar y el seguir, si es del caso regresando.
En América (salvo los aborígenes) descendemos de inmigrantes. Don Germán Arciniegas, el historiador tantas veces vetado (escribía como un emigrante y no como un colonizado obediente), dice que a estas tierras, en cuatro siglos, llegaron más o menos doscientos millones de hombres y mujeres de una y otra parte. Unos vinieron porque Europa era terrible (guerras, hambrunas, persecuciones religiosas), otros fueron comprados en África y revendidos aquí, algunos siguiendo la novela María (como los japoneses) y los demás creyendo en la riqueza desbordada y la fuente de la eterna juventud. Y entre todos estos, llegó una minoría de judíos rusos y polacos a trabajar en el campo, en las colonias que el Barón Maurice de Hirsch había comprado en Argentina, en la provincia de Entre Rios. Esos judíos y sus familias venían de ciudades como Odessa y Varsovia, y de pequeños Schtetl (aldeas), en calidad de neo-campesinos. Esto pasó en los tiempos del zar Nicolás II y de los cosacos que no paraban de hacer pogromos y quemar sinagogas, como bien lo narra también Isaac Babel en La caballería roja. Y esos inmigrantes, que iban de jóvenes a viejos, que hablaban yidisch y llevaban la cabeza cubierta, harían florecer la palabra libertad, eso se dijo. Había atravesado el mar y el paisaje era muy amplio.
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Los gauchos judíos
Siempre se ha dicho que los judíos son urbanos y sus oficios son de ciudad. Y que si bien fueron campesinos antes del exilio a Babilonia, cuando regresaron de nuevo a Jerusalén ya pocos trabajaron el campo. Esto es cierto y no es cierto. La historia siempre se refiere a ciudades y lo rural se lo ha dejado a la literatura para que allí abunden las brujas, los duendes, las hadas y los marginados que se esconden en los bosques. Sin embargo, el campo ha sido el dar de comer del hombre, no importa su religión o condición nacional. Y en este campo con paisajes y ríos, sembrados y cría de animales, también han estado presentes los judíos, ya como granjeros (Las historias de Tevie el lechero, de Sholem Aleijem, o Por Amor a Judit, de Meir Shalev), administradores (La casa de Jampol, de Isaac Bashevis Singer), o agroindustriales (Escenas de la vida rural y Quizás en otra parte, de Amos Oz). Y para el caso de Alberto Gerchunoff, como gauchos, gente de caballo y vaca, bueyes y gallinas, perros y encuentros, y fiestas de pulpería. Sobre estas narraciones de judíos pamperos se interesó mucho Borges, curioso como era de todo lo que hacían los hombres sobre la tierra (desde sembrar y tejer hasta perderse en bibliotecas infinitas), diciendo: Gerchunoff es uno de los pocos que ha leído a Cervantes.
Y no estaba equivocado Borges. El autor de Los gauchos judíos, judío lituano llegado de cinco años a Argentina y que tenía como lengua de la casa el yidisch, aprendió a hablar y escribir el castellano (lengua que a partir del franquismo se llamaría el español) leyendo al Quijote. Y haciendo una mezcla de literatura yidisch (Sholem Aleijem, Peretz, Rabinovitsh) con la técnica de Cervantes, a los 27 años, en 1910, publicó su libro, que si bien tiene muchos errores tipográficos (en especial en la transcripción de las palabras hebreas), es el que da origen de la literatura judía latinoamericana, pues da cuenta de estas tierras, de la integración con los locales, del aprendizaje de la lengua y de lo cotidiano de una gente que apenas si sabía ordeñar una vaca, jinetear un caballo, sembrar una extensión de trigo o construir una casa con materiales distintos a los que conocían. Y en este encuentro de los judíos con la tierra del sur, con los días comen el pan de su trigo y las legumbres de su huerta. Y se van agauchando: usan pantalones anchos y espuelas, comienzan a preferir el mate al té y celebran fiestas nacionales, sabiendo que el presidente no es el zar y que cantan un himno del que apenas entienden la mitad. Y en esto que pasa, donde se discute sobre algo del Talmud y lo que van conociendo (otras caras, otras costumbres, pájaros que nunca han visto y árboles que tienen copas que cubren el cielo, el ombú), siembran, doman caballos, aprenden a atar las vacas para el ordeño, entierran con dignidad a los que se mueren y se sobresaltan cuando una que otra judía se mete en amores con un gaucho y se va con él. Luego la mujer reaparecerá y correrán los chismes, hasta que un médico amigo, el doctor Yarcho, dirá que ella se casó y que Sandoval y él fueron los testigos. De Sandoval nadie sabrá quién es, ni tampoco de Diamante, el sitio del casamiento. Del marido de la muchacha, el médico dirá que ha muerto en el Uruguay, pampa adentro, y váyase a saber si hay quién lo rece. Y así la vida continúa, bien que mal, asistiendo a los aguaceros y a las crecidas del río, a los demonios que no faltan igual que las brujas, y al paisaje, a ese enorme paisaje que no para de crecer, que es el nuevo mundo y en el que ya lo viejo no se repite más que allá lejos. Y es que ya no son de allá sino de aquí y uno es, como dice Salvador de Madariaga, de donde la tierra toma posesión de uno. Y de esos gauchos judíos ha tomado posesión la pampa húmeda, la guitarra y el asado.
La integración
Del gaucho se ha dicho que tiene sangre de moro y de indio, que habla poco y resuelve las cuestiones de honor de frente y a las puñaladas, enredando su poncho en el brazo izquierdo y respondiendo con el facón en la derecha. También se dice que canta y puede recorrer territorios inmensos dormido sobre su caballo criollo, que es medio enano pero nunca para. Y si bien los judíos que fundaron Rejil, Karmel, Rosh Pina y Moises Ville, no llegaron a engaucharse del todo, si fueron allí más libres que en sus lugares de origen. Claro que no falta quien acuse a Rabí Abraham de haberse robado un caballo flaco, pero el asunto se resuelve pagando el caballo y mirando al mentiroso a los ojos. No hubo que sacar ningún cuchillo de la funda ni los demás quemaron inocentes.
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Alberto Gerchunoff, en Los gauchos judíos, deja claro que la integración completa es con el campo y lo que este contiene de realidad y fabulación, de ensueños y convivencia; que solo allí es posible la frase: Que D’s nos dé un buen año y lo tendrán también los que son más pobres que nosotros, como dice Rabí Guedalí. Y esto lo comprende mejor cuando, ya en Buenos Aires, en 1919, es testigo de lo que se llamó la semana trágica (del 7 al 14 de enero) y que fue un pogrom contra los trabajadores judíos a consecuencia de la represión de huelga en los talleres Vasena. Con motivo de esta huelga, saquean, roban y aporrean a los judíos acusándolos de socialistas y anarquistas. Este pogrom, el único en América, produjo 700 muertos. Gerchunoff reaccionó escribiendo el libro Cuentos de ayer, en los que pareciera refugiarse del impacto del antisemitismo aparecido en esa semana de persecuciones y matanzas que, inmigrantes rusos y alemanes, checos y rumanos, criaron y alimentaron en Buenos Aires. Pero esto no pasó más. La mancha negra de Europa (la judeo-fobia), se disolvió en el puerto.
En el cuento La colonia (que hace parte del libo Un amigo de Kafka), Isaac Bashevis Singer, da cuenta de algunos restos de estas colonias fundadas por los judíos en Argentina. Unos se han ido, otros se han mezclado, algunos siguen ahí y no les va mal. Ya sólo los viejos hablan yidisch. Pero el campo está ahí, se sigue cebando mate, en los pastizales las vacas pastan sin que nadie las cuide y de vez en cuando pasa un muchacho a caballo. Hay recuerdos, memorias de esto y lo otro, un par de amantes que yacen en el cementerio, juntos, y muchas historias escritas, que son las que impiden el olvido. Y lo que haya sido y fue, ya hace parte de los judíos, que viajan escribiendo libros. Es que no hay lugares sagrados, solo hay tiempos sagrados.