A todo el que quería acercarse a ella, le brindaba su serena alegría, su cariño, su sabiduría, en fin, su amistad. Por eso, a Beatriz la queríamos todos.
Me entristece la muerte de Beatriz Restrepo. Durante más de treinta años me beneficié de su amistad y aunque pasaban largos intervalos sin vernos, en cada encuentro, por breve que fuera, me hacía sentir la alegría y el cariño que se experimenta siempre que se ven los buenos viejos amigos. La amistad de Beatriz era un lujo, pero en Medellín y Antioquia un lujo harto común. A todo el que quería acercarse a ella, le brindaba su serena alegría, su cariño, su sabiduría, en fin, su amistad. Por eso, a Beatriz la queríamos todos.
Beatriz fue dueña de una sólida formación filosófica adquirida en las universidades de Nueva York, Complutense de Madrid y Católica de Lovaina. Durante 30 años, ejerció la docencia en las universidades de Antioquia y Pontificia Bolivariana, de cuyas escuelas de humanidades y filosofía fue decana. Fue directora del Museo de la Universidad de Antioquia y Secretaria de Educación del Departamento. Y fue miembro de muchas juntas, muchos comités y muchos consejos directivos de empresas, universidades, entidades gubernamentales y fundaciones privadas de solidaridad social. Porque a Beatriz todo mundo quería tenerla cerca, todos querían contar con su consejo, con su sabiduría, con su filosofía.
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Y es que Beatriz era filósofa de tiempo completo. Lo era en la vida cotidiana, en la amistad y, por supuesto, en la vida social. Siempre la sentí como un ser de otra época, como una habitante de una polis griega - de esas idealizadas por Aristóteles y Platón – predicando y practicando, impertérrita, en medio de nuestra frecuentemente espantosa realidad, los preceptos de la vida buena, que no es lo mismo que la buena vida, sino una vida plena, una vida con sentido, consagrada a la búsqueda del bien común.
Convencido de la veracidad del Teorema de Arrow, creo que saber qué es el bien común es un imposible lógico. Sin embargo, en mi vida he conocido algunas personas, pocas, que pareciera saben lo que es o que viven su vida como si lo supieran y obran en consecuencia, con el más increíble desapego y el más desconcertante compromiso con la causa específica que en un momento dado parece encarnarlo. Beatriz era una de ellas. De las otras hablaré en otros obituarios, si no me muero antes.
Beatriz dejó la docencia universitaria a finales de los 90, pero nunca dejó de interesarse por la educación ni dejó de educar con su espléndido ejemplo de vida. Entendía la educación a la manera de los filósofos griegos, es decir, como formación (paideia) y no meramente como difusión de conocimientos que habilitan para el ejercicio de una profesión. Cuando hablaba de educación como formación integral estaba pensando en la que habilita al sujeto para actuar en lo que ella llamó los tres escenarios del mundo de la vida: el social, el político y el moral; a cada uno de los cuales corresponde una forma de actuación: la cooperación, la participación y la solidaridad.
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Siempre se dolió Beatriz de la orientación profesionalizaste y mercantilista que fue tomando la educación superior. No podía aceptar el desplazamiento de las humanidades y las artes, responsables, a su entender, de la educación moral y espiritual. También le dolía la frivolidad con la que muchos docentes asumen su tarea, incapaces de comprender “el carácter moral del acto educativo” y la tremenda responsabilidad que supone.
Mi mamá, católica practicante, decía que hay que condenar el pecado y acoger al pecador; Beatriz, también católica practicante, decía que el juicio moral debe referirse a la acción, no al sujeto actuante y que solo con la muerte se define el carácter moral de la persona y solo en ese momento el juicio moral de la comunidad a la que perteneció puede recaer sobre la totalidad de su vida. Creo que en su caso el juicio moral de la comunidad de Medellín es unánime: fue una buena persona, una buena amiga, una buena ciudadana.