El gobierno Santos no puede decir ni decirse mentiras sobre la postración de las finanzas públicas y la economía, ante la nueva calificación crediticia.
Standard and Poor’s, reputada calificadora de riesgo con amplio conocimiento sobre América Latina, ha reducido la calificación crediticia de Colombia en moneda extranjera a BBB-, poniéndola a un paso del grado de desinversión, que es el más bajo para una economía como la colombiana. No por previsible, esta decisión, que ha sido generosa con el gobierno Santos, merece el frívolo tratamiento de simple “alerta” que el Gobierno y grandes medios de comunicación quieren darle; ella es una tarjeta amarilla a los responsables de la economía. Recibirla es particularmente doloroso para un país que desde 2003 venía mejorando significativamente las calificaciones que vio caer entre 1999 y 2002, debido a la recesión económica.
La señal que da S&P afecta severamente al fisco nacional, pues impacta el precio de la deuda externa, la confianza de los inversionistas en la economía nacional y lo hará con la tasa de cambio. Tan grave como ello es la carga que impone a las entidades territoriales, y su deuda, así como a las empresas con deuda externa. Luego de publicar su decisión sobre Colombia, la calificadora anunció reducciones en la calificación de la deuda externa de varias de las más importantes empresas colombianas: Ecopetrol, Grupo Sura, Isagen, Isa, Ocensa, Bancolombia y el Banco de Bogotá.
En un esfuerzo propagandístico al que le hacen juego distintos medios de comunicación, el ministro de Hacienda pretende presentar la caída de la calificación como una advertencia a los candidatos para que omitan críticas y propuestas de transformación de la economía; pretenden así divulgar la falacia de que la descalificación es al futuro ignoto y, por tanto, contener el necesario examen a las responsabilidades que le caben a este gobierno por la pérdida de confianza internacional en Colombia.
La postración de la economía, evidente en la caída de las tasas de crecimiento, hecho del que el Gobierno fue alertado con oportunidad, es la consecuencia del incumplimiento del doctor Santos de la promesa de “prosperidad democrática” por la cual se hizo elegir, holgadamente, en 2010. En sus siete años de gobierno, poco ha hecho el mandatario para darle energía a las cinco locomotoras de la prosperidad. Al agro aún le adeuda normas favorables a la inversión, a cambio de las cuales ha ofrecido amenazas y aumento de cultivos ilícitos. La vivienda tuvo un impulso inicial a cargo de la bonanza petrolera. En infraestructura hay avances pero con mucha corrupción. La innovación quedó convertida en cenicienta a la que le arrebatan sus migajas para el embeleco de “la paz”. Y la minería legal y productiva fue abandonada en manos de la ambientalismo radical y el desbordado populismo judicial. El descuido del pacto con la ciudadanía ha sumido al país en la incertidumbre económica.
Después de dilapidar la bonanza petrolera, gasto que hasta los afines al gobierno critican, el Ministerio de Hacienda encontró una fuente de ingresos en el endeudamiento. El Banco de la República certificó que a agosto de 2017, ascendía a US$124.770 millones, lo que significa que vale 40,1% del PIB del país; este valor es alarmante comparado con el tamaño de la deuda pública externa en 2010, cuando representaba el 13,8% del PIB, según el mismo Banco de la República. A tamaño endeudamiento y al gasto descontrolado es necesario atribuirles otra de las causas de pérdida de confianza de las calificadoras: el déficit fiscal, que la reforma tributaria de 2016 no logró contener con la profundidad con que sí impactó el gasto de los colombianos y la confianza de muchos inversionistas.
Al gobierno Santos poco tiempo, y capacidad política, le queda para emprender un nuevo rumbo que recupere la estabilidad que derrochó. Atento a ello, tiene, sí, las responsabilidades de no decir ni decirse mentiras sobre la postración de las finanzas públicas y la economía, así como las de contener el inocultable derroche de los recursos fiscales.