Cuando los ciudadanos silenciados decidan expresarse para proteger sus derechos democráticos, se transforman en una fuerza pacífica incontenible.
La caída de Evo Morales empodera a los latinoamericanos enemigos de la violencia y amigos de la democracia, que apoyan las justas reivindicaciones, pero no el vandalismo. Son ciudadanos que, la mayoría de las veces, permanecen pasivos e impotentes, resignados frente a una barbarie desatada por anarquistas y una izquierda extremista, cuyo accionar es planificado, sistemático y efectivo. Aunque parta de postulados falsos, engañosos o exageraciones, su propagación por contagio emocional, en las redes sociales, produce verdaderos incendios institucionales.
Basta mirar el vecindario para comprobar como se tambalean las instituciones de los vecinos, en medio de asonadas gigantescas donde brotan las inconformidades represadas. Sentados ante el televisor observamos, en vivo y en directo, la crisis de democracias que, de repente, se desordenan, arrasando instituciones que ahora flotan como barquitos de papel en medio de una tormentosa inundación.
Es evidente que existen corrientes subterráneas de malestar. Si no, las explosiones violentas ni se producirían ni se prolongarían. Y es también evidente que hay intereses ocultos que convierten la protesta en un ataque contra personas inocentes, que nada tienen que ver con los vándalos encapuchados.
Hasta ahora, las marchas, pedreas e incendios se miraban como males del vecino. A medida que pasan los días y los estallidos se repiten, el país despierta. Al fin comenzamos a entender que no somos inmunes, que la democracia y la libertad deben defenderse si no queremos repetir las desastrosas consecuencias de estas asonadas, que no solo destruyen las propiedades y arrollan las instituciones sino que buscan imponer unos sistemas políticos que fracasan en cuanta sociedad han logrado introducirse. Basta mirar a lado y lado del mapa, para ver lo cerca que están las amenazas de perder en un momento de debilidad lo que llevamos construyendo en doscientos años de vida independiente.
Aquí ya se dieron los primeros síntomas. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que una marcha tranquila de jóvenes estudiantes fuera conducida por una ruta rebuscada, para incendiar el Icetex, institución dedicada a financiar, precisamente, las carreras de jóvenes estudiantes?
La pasividad entrega la libertad y la democracia a los que difunden veneno por las redes sociales, expulsan de la calle a quienes tienen el pleno derecho a movilizarse e incendian mucho más que vitrinas y medios de transporte.
La comunidad tiene que aprender a reaccionar en paz. Usando los instrumentos que volvieron instantánea las comunicaciones, no solo para condenar los hechos violentos sino para hacer manifestaciones ostensibles de su absoluto rechazo a la violencia y convertirse en veedores atentos de los incendiarios.
No se trata de contrarrestar agresión con agresión, sino de mostrar que las redes sociales pueden ser instrumento de paz, difundir noticias ciertas y convocar a la inmensa mayoría que está comenzando a ver su vida y sus bienes amenazados.
Podría empezar manifestando su deseo de paz y su rechazo a las vías violentas, izando en cada casa una bandera de Colombia junto con una blanca que tanto ansían enarbolar los colombianos de bien. Sería un claro mensaje: no estamos dispuestos a dejarnos empujar hacia los abismos que están abriéndose. Colombia se saturó de la violencia.
Cuando los ciudadanos silenciados decidan expresarse para proteger sus derechos democráticos, se transforman en una fuerza pacífica incontenible.