Contar el fin de las Farc y el silencio de los fusiles

Autor: Henry Horacio Chaves
28 julio de 2017 - 12:09 AM

Natalia Orozco ejerce el periodismo en clave de paz y con criterio. No hace propaganda ni proselitismo. No se deja tentar por la apología ni por la condena.

Haber tenido profesores y jefes a quienes admirar y poder citar, de vez en cuando, es un regalo de la vida. Es saberse beneficiario del milagro de la palabra que inspira e invita a la acción, de la reflexión que enseña y estimula a mover la frontera del conocimiento, del respeto y el amor por el oficio que tiene todo que ver con la realidad y la capacidad de leer sus cambios a tiempo. Jefes y maestros así son una suerte que debería ser más frecuente, pero por lógica tiene menos gracia que poder citar y sentir el pecho hinchado cuando se habla de los exalumnos. Por eso le pido disculpas anticipadas al lector si advierte exagerada la emoción que empuja las palabras con las que hoy hablo del documental de Natalia Orozco.

Es fácil engañarse con su carita de niña eterna y una aparente ingenuidad, que en el periodismo incomoda. Pero con pocos minutos basta para cambiar de idea: su inteligencia se revela rápidamente sin poses y, sin perder la compostura, es capaz de defender su criterio con un carácter que muchos envidiarían. Esa terquedad, propia de los buenos reporteros, la ha llevado a diferentes latitudes a contar historias difíciles, pero también a decir adiós a lugares de trabajo en los que no se sintió cómoda o respetada. Conoce su potencial y es difícil mantenerla en el redil de lo cotidiano, en el periodismo inocuo, o enredada en las veleidades de la farándula informativa.

Como todos nosotros, se formó como contadora de historias en un país y en una época mediados por el conflicto y amenazados por las balas. La presencia mediática de los guerrilleros, de los paramilitares, sus acciones violentas, las tomas a los municipios, las amenazas, las pescas milagrosas, los abusos del poder y tantas otras prácticas, nos fueron enseñando a hablar de la guerra; nos prepararon para contar el conflicto. Mientras que los fallidos intentos de negociación nos llenaron de desesperanza y nos impusieron el reto de aprender a narrar en medio de la desconfianza el camino de la paz y a leer los vientos de cambio, con lo que traen para los ciudadanos.

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En el documental que está en las salsas de cine y que a juzgar por los comentarios de redes ha tenido buena acogida entre los asistentes, Natalia ejerce el periodismo en clave de paz y con criterio. Su voz serena da cuenta de una mirada respetuosa hacia el otro, igual si es un presidente, algún funcionario, un líder guerrillero o una víctima del conflicto. Su relato muestra con equilibrio las diferencias de opinión y da cuenta de los hechos que marcaron el proceso del fin de las Farc y el silencio de sus fusiles. No hace propaganda ni proselitismo. No se deja tentar por la apología ni por la condena. No sucumbe a la tentación del inmediatismo que nos vendió como valores la primicia y la exclusiva, la vanidad de ser únicos o pioneros, más que la bondad del análisis reposado y argumentado. Sobre todo, aunque siempre presente, no se hace protagonista de una historia de la que se sabe testigo de excepción pero no actriz principal.

Un trabajo decente, bien logrado, que convocó muchos talentos e inteligencias diversas aunque solo hablemos de ella. Un ejercicio de periodismo ecuánime que vale la pena ser visto por todos los públicos, pero en especial por los jóvenes que se forman para contar historias, para ayudar a entender realidades. Ojalá sirva de ejemplo e iluminación para nuevos productos, otras historias y más protagonistas. Porque seguramente ella seguirá narrando nuevos procesos y nuevas angustias, pero además de la suya tendremos que escuchar la voz de otros narradores y conocer miradas diferentes sobre nuestra realidad cambiante.

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Así como tantas veces contamos la guerra, tantas más debemos contar la esperanza y ayudar a construir una sociedad en paz. Eso implica, por ejemplo, mirar a la periferia, cambiar de personajes, escuchar diversas voces y valorar la diferencia, volverla protagonista como lo hace Natalia, en lugar de disimularla y tratar de unificar como lo han hecho durante décadas muchos medios. Ser voceros de la gente más que del poder o las ideologías, es lo que debemos hacer los periodistas, una bella enseñanza que nos deja el trabajo de una colega seria y profunda, que con carita de nada logró contar lo que muchas veces otros soñamos.

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