Esta es la oportunidad que la pandemia nos ha abierto, aprovechar para hacer que los derechos humanos y la dignidad humana estén en el centro de la acción colectiva, que inclinemos la balanza en favor de una política de la vida
Por Max Yuri Gil Ramírez*
Vamos a cumplir tres meses en que nuestra vida gira en torno a la pandemia mundial desatada por el coronavirus. Paulatinamente, la amenaza de un contagio planetario se ha hecho realidad, y hemos visto imágenes que parecen sacadas de las películas de ciencia ficción, lugares públicos que jamás pensamos que podríamos ver vacíos, confinamiento como medida de protección replicada en muchos países del mundo, trabajadores de salud vestidos como astronautas para trabajar diariamente en medio de altos niveles de riesgo de contagio, lucha contra el reloj para lograr una vacuna, y la circulación de todo tipo de teorías conspiranoicas y millones de fake news.
Al tiempo, la epidemia ha develado lo frágil e injusto del sistema capitalista en el siglo XXI. La privatización de los derechos sociales convertidos en servicios al vaivén de la oferta y la demanda y de la mano invisible y sesgada del mercado, han dejado a millones de personas en el mundo en la precariedad, sin acceso a salud, educación, agua potable, vivienda ni educación; entre otros. Por eso, las medidas de cuarentena terminan siendo ominosas, pues decirle a personas sin hogar, o que medio sobreviven cada día en la economía e informal, que sean responsables y se queden en casa, es un mal chiste o definitivamente, una afrenta indolente.
Preocupa también que, en aras a la seguridad epidemiológica, millones de personas en el planeta estén dispuestos a conceder aún mayores poderes a los estados para el control de la vida cotidiana de las personas. Ahora, el miedo al contagio, llega como refuerzo de la lucha contra la incierta amenaza terrorista, como la nueva fuente de legitimación de la necesidad de aparatos estatales intrusivos en la vida privada de las personas. Como se ha advertido, el gran sueño autoritario es una sociedad en la que el control sea la fuente de la convivencia, y esta pandemia abre oportunidad para avanzar en eso, con una preocupante indiferencia ciudadana, y una muy baja reacción en defensa de libertades fundamentales, las cuales ha costado mucho lograr en duras luchas por los derechos humanos en el mundo, en los últimos siglos.
Para completar el panorama de las preocupaciones, en muchos lugares la pandemia ha servido para ratificar la culpabilización de “los otros” como fuente de contagio, sean migrantes en países de Centroeuropa como Hungría, en Estados Unidos con las personas chinas y de América Latina, o en Colombia con las personas venezolanas. En muchos lugares se ha desatado también una cacería contra los sospechosos de poder provocar el contagio, o contra el personal sanitario e incluso, contra los malos ciudadanos que no acatan el confinamiento. Xenofobia, desconfianza y cultura de la delación como respuesta, en lugar de solidaridad y cooperación.
En este panorama, y como pasa con muchos procesos sociales en el mundo, al tiempo se forjan iniciativas de respuesta que se convierten en alternativas a la ya evidencia del fracaso de la propuesta neoliberal y autoritaria. Millones de personas en el mundo construyen espacios de cooperación, y desarrollan propuestas redistributivas para que la única opción no sea el dilema entre morir de coronavirus o de hambre. El sentido debe ser poner en el centro la necesidad de hacer todo lo posible para preservar la vida humana de manera digna, y ante esto, el papel de los Estados debe ser ponerse de manera integral al servicio de concretar esto, no sólo preocuparse por el rescate en medio de las crisis, del gran capital como lo han hecho en todas las coyunturas de riesgo anteriores.
Obviamente esto no pasará por la buena voluntad de los gobiernos, se requiere acción ciudadana para que ello pase, pero esta es la oportunidad que la pandemia nos ha abierto, aprovechar para hacer que los derechos humanos y la dignidad humana estén en el centro de la acción colectiva, que inclinemos la balanza en favor de una política de la vida, y no que se imponga como ahora, la política de la muerte.
*Sociólogo