Un pequeño funcionario de rasgos mongoloides que tiene sobre su pecho en la lámina metálica que lo identifica: Hitler Chang.
Ingresando por un salón de quince por sesenta metros mil quinientos cuerpos sudorosos y cargados de pequeñas maletas se apretujan para ser reseñados minuciosamente, uno a uno deben ofrecer sus documentos de identidad, ser fotografiados y reconocidos por las autoridades de emigración y por el personal de embarque. No han sido comprados o vendidos, cada uno a su modo ha pagado en moneda U.S.A. el precio del ingreso a la mole de catorce pisos y el costo está relacionado con la posibilidad y el modo de ver el mar.
El patio de embarque ya ha sido una tortura pues al calor infernal del puerto se suma el griterío de las guacamayas, las filas desordenadas, el caos de un mundo desconocido. Nadie da informes y nadie parece saber en cuál dirección nos dirigimos. Hay que pagar por salir del país y ya por abordar se ha pagado una suma que puede variar entre 800 y 3500 dólares.
No somos esclavos pues libremente hemos elegido ese destino. Después de casi tres horas de sudor, gritos y llanto de los niños somos conducidos en filas caóticas hacia el puerto. La visión del mar y el tamaño enorme de la nave, su presencia imponente sobre las aguas del puerto, nos hace olvidar por unos minutos el sufrimiento previo que semeja los preparativos tormentosos de ingreso al santuario de Eleusis que describen los estudiosos del tema. La brisa marina refresca el sudor copioso y te da la efímera sensación de libertad después de una congestión propia de un salón de refugiados en espera de una señal para su libertad.
El ingreso a la nave por su vientre bajo, en medio de colas, fotos, nueva identificación y trato apremiante te hace fijar en tu memoria el nombre de un pequeño funcionario de rasgos mongoloides que tiene sobre su pecho en la lámina metálica que lo identifica: Hitler Chang. Son bromas del destino, ya nos encontraremos en persona con Usnavy Moore, Airfrance Tarazona que se encargarán de sonreírnos pues toda pequeña tragedia tiene su lado cómico.
La frescura del aire marino, su poder expansivo se corta de repente y de un solo tajo con el repugnante olor del tapizado de la zona de acceso. Recuerdas que por esa zona transitan casi todos los días tres o cuatro mil cuerpos sudorosos y lo entiendes pero aceptarlo sin molestarte es un buen entrenamiento para lo que te espera al llegar al camarote asignado. Superas ya sin molestarte la segunda requisa del día y personal de actitud militar te requisa en persona con guantes quirúrgicos, tu equipaje de mano es sometido a nuevas revisiones por personal que parece sonreír pero sabes que esa mueca que se repite tantas veces en un día es un rictus de amargura, ellos también están siendo sometidos a un trato diario de remeros, si no están en esas rutinas de acceso estarán picando vegetales y luego completan su jornada en la zona de lavandería. Solo el personal de supervisión se ve obeso, los demás están delgados y pálidos y uno imagina que solo podrán disfrutar el sol cuando recogen vasos y botellas vacías en las cubiertas y las zonas de alimentación.
Al entrar al camarote puedes adivinar que el diseñador aprobó con satisfacción la asignatura de “espacios mínimos”. Tu vista al mar es una escotilla que te permite ver el oleaje pero no te augura salida en caso de emergencia. La ducha es tan estrecha que será preferible enjabonar las paredes para asearte. Luego el cómico de a bordo te lo recuerda y ríes de tristeza. El olor indescriptible del tapete de entrada es el mismo del piso de tu dormitorio, no puedes creerlo y pagas por ello. El crucero apenas comienza.