La protestas políticas y sociales son, como las elecciones, oportunidad y gran reto para sociedades llamadas a demostrar sus capacidades democráticas.
En países muy destacados de la mayor parte de los continentes, miles -y en ocasiones hasta centenares de miles- de ciudadanos se han volcado a las calles para defender reclamos de diversa índole, algunos de los cuales han mutado con el paso de las semanas y por el hábil aprovechamiento que algunos extremistas hacen de las expectativas y necesidades de las gentes (ver gráfico). Las crecientes movilizaciones y los coros que las acompañan en redes sociales y medios de comunicación exigen a sus convocantes y a los gobiernos retados desplegar sus mejores capacidades y convicciones democráticas.
Observadores apresurados empiezan a ofrecer hipótesis fantasiosas que dificultan para entender qué une y qué diferencia a estos procesos que se perciben como oleada del mismo mar, siendo ríos aislados. No es razonable plantear que estos movimientos son reavivamientos de las potentes revueltas juveniles que entre finales de los años 50 y comienzos de los 70 reivindicaron e hicieron florecer la contracultura; los derechos de las minorías -en especial las raciales y las mujeres-e incluso la revolución sexual; así algunas peticiones económicas estén presentes en algunas movilizaciones actuales, es difícil encontrar convergencias ideológicas o reivindicativas.
Opinadores pesimistas, de otro lado, promueven teorías conspirativas deleznables. En América Latina corre la atribución al régimen chavista de un ímpetu exportador de su agónica revolución: nada más difícil para quien no puede sostener a su pueblo y apenas se mantiene que lanzarse a complejas aventuras externas tan disímiles entre sí como son las reivindicaciones económicas de los ecuatorianos, las pretensiones democráticas de los bolivianos y las complicadas movilizaciones del variopinto movimiento chileno y del estudiantado colombiano.
La democracia en la calle, con sus movilizaciones y otras expresiones contestatarias es una conquista de la ciudadanía participante que logra plenamente sus objetivos cuando consigue tener claridad en sus reivindicaciones; propicia y participa de negociaciones equitativas cuyo resultado respeta, y se compromete con el respeto a los derechos fundamentales de los no participantes, calidad que le exige evitar la violencia en sus actuaciones o contenerle, cuando ello fuese necesario. Aunque no estuvo exenta de desmanes de algunos manifestantes o de excesos del gobierno, la reciente protesta mayoritariamente indígena en Ecuador y la negociación con el presidente Lenin Moreno es un importante ejemplo de las posibilidades y logros del ejercicio de la ciudadanía en la protesta callejera.
El modelo de democracia de calle puede convertirse en un riesgo para las reivindicaciones y los derechos humanos porque así lo determinan los convocantes, que es lo que ha sucedido en Chile, con ataques terroristas que provocaron once de las 15 muertes en las protestas y además causaron muy graves daños a bienes públicos, como el Metro y los buses de Santiago, así como a instituciones privadas. A diferencia de lo ocurrido en Ecuador o en Colombia durante las jornadas universitarias de 2018, la solución de los reclamos por el gobierno del presidente Sebastián Piñera abrió espacios a voceros radicales que transmutaron las pretensiones de las socioeconómicas inicialmente planteadas a reclamos políticos asociados a un cambio de Constitución y modelo de país.
Aunque ha sido el más notorio, en particular por el insólito respaldo, la más de las veces simplista, de medios de comunicación del primer mundo, Chile no es el único de los países en los que el descontento es aprovechado por dirigentes sectarios que aspiran a minar la gobernabilidad e imponer la tiranía de las minorías. Ocurre en Irak, donde incluso una minoría en el gobierno apoya las violentas protestas, y sucede en Colombia, donde Gustavo Petro anunció que respondería a su derrota en segunda vuelta presidencial con movilizaciones en las calles.
En la aspiración que la democracia de calle produzca un fortalecimiento de la institucionalidad republicana, corresponde a los gobiernos responder razonablemente a la movilización social, garantizando su legítimo derecho a ocurrir y al mismo tiempo ofreciendo garantía a los ajenos de que hará respetar sus derechos mediante la razonable disposición a negociar y el uso legítimo de la fuerza pública, que es lo que la mayoría de universitarios reconocen que ha sucedido la más de las veces en Colombia pero no acontece en Venezuela, Hong Kong o Bolivia, gobiernos que ya han sido señalados por la ONU de haber hecho uso indebido de la fuerza pública para enfrentar las manifestaciones callejeras.
Amplificadas por el acelerado y simplista universo de las redes sociales y pobremente explicadas por los medios de comunicación, la protestas políticas y sociales son, como las elecciones, oportunidad y gran reto para sociedades llamadas a demostrar sus capacidades democráticas.