De los parques, las ciudades y otras prácticas altamente civilizadas

Autor: Sergio Roldán Gutiérrez
17 enero de 2018 - 12:08 AM

Tres grandes ciudades con unos cuantos siglos de ventaja para tratar de decir, -además de que nos faltan años de civilización-, que las grandes intervenciones que una ciudad propone, las diseña una generación, las construye otra y las disfruta otra.

Un buen reto es conciliar las ciudades y sus infraestructuras, versus los ciudadanos y sus remilgos. El éxito del equipo de gobierno de turno, depende en gran parte de eso, de lograr un común denominador y ponerlo en el territorio para que cada uno vea lo que aportó sin descalificar el pedazo del otro. Ahora, entre las dos fórmulas: la de las ciudades y la de los ciudadanos, aparece un tercer escenario, el que agrupa un sin número de trámites para sacar adelante la gran intervención. Hablemos de tres ejemplos básicos (New York, París, Londres) que nos ayudaran a entender que apenas empezamos un proceso muy largo y que del nivel de civilización que tengamos depende el éxito de la nueva ciudad que soñamos todos los días.

En 1857, a raíz del crecimiento exponencial de la ciudad, New York decide iniciar la construcción de su gran parque central. Una apuesta importante si tenemos en cuenta que esto implicaba, comprar, expropiar, redefinir usos de suelo y pensar en un diseño común a una población multiplicada por cuatro en muy corto tiempo. En 1873 ya eran 15 años de trabajos para esa primera entrega que da lugar a la inauguración de la mega obra denominada: Central Park. Este 2018 cumple 145 años y hasta este momento no ha pasado un solo periodo de gobierno local que no adecue o trate de modernizar este parque. Casi 40 millones de visitantes por año, 3,5 kilómetros cuadrados construidos y aún hoy se presentan discrepancias por cada propuesta que se presenta para desarrollar en él.

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De otro lado, dicen en París que desde el año 777 los monjes de Saint-Denis tenían en el actual distrito 16 de la ciudad, un gran parque y que en 1256 Isabel, la hermana de Felipe Augusto fundó la abadía de Longchamp, que después en el reinado de Luis XI se empieza a llamar Bois de Boulogne. Si en New York la construcción de su Central Park ha organizado a benefactores y opositores durante casi un siglo y medio, qué decir de este gran bosque de Boulogne en París que lleva un proceso de construcción de más de 12 siglos. A este parque público dos veces y media más grande que el Central Park, Luis XI le trazó senderos para atravesarlo de lado a lado y Enrique II y Enrique III lo usaban para pasar días enteros cazando, sólo por mencionar algunos miembros de la realeza francesa que disfrutaban de este lugar. Napoleón III oficialmente en 1852, lo declara parque, luego de que por más de diez siglos acompaño la historia de gran parte de la población parisina que lo frecuentaba casi a diario.

Londres también tiene su historia con la construcción de su gran parque, con la diferencia de que ellos articularon 9 jardines reales, de los cuales tres, con una extensión un poco más grande que el Central Park, hacen el famoso Hyde Park que junto a los jardines del Palacio de Kensington son el majestuoso corredor que conduce al Palacio de Buckingham. Toda esta intervención data del año de 1637, cuando, Enrique VIII adquiere los predios de la mansión Hyde, casi cuatro siglos de transformaciones y actualizaciones de esta gran cadena de parques públicos, para que tanto los servicios básicos, como el sistema de transporte pudieran conectarlos eficientemente a los casi 10 millones de visitantes que recibe cada año.

Lo invitamos a leer: Transformación, muchas cosas, muy bien hechas, durante mucho tiempo

Tres grandes ciudades con unos cuantos siglos de ventaja para tratar de decir, -además de que nos faltan años de civilización-, que las grandes intervenciones que una ciudad propone, las diseña una generación, las construye otra y las disfruta otra, además de resaltar que los remilgos de la ciudadanía se van depurando a medida que vamos entendiendo las afugias y las angustias que traen consigo tratar de dejar una obra transformadora  a la ciudad, entre otras, porque seguramente, no nos tocará verla terminada.

 

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