La letalidad del ébola está asociada a la miseria, la falta de instalaciones sanitarias e instituciones de salud y a las costumbres malsanas.
Por novena vez consecutiva en 42 años, y segunda en dos años, la República Democrática del Congo se enfrenta a una dura batalla contra el ébola, virus letal que desde 1976 ha dejado, en todos los países africanos, 12.916 personas muertas, siendo el brote de 2014-2016 el más mortífero, con 11.323 fallecidos, según datos de la OMS. El más reciente brote del virus fue declarado por la RDC el pasado 8 de mayo, desde entonces han muerto 27 personas y para otras 28 se confirmó la enfermedad. Hasta ayer, se estudiaban otros 30 pacientes sospechosos de haberla adquirido.
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Como ha ocurrido en su trágica historia, las lentas reacciones de los países afectados, en esta ocasión el más pobre del mundo, y las excesivas precauciones de los organismos internacionales para declarar la máxima alerta, han costado miles de vidas, así ocurrió en el brote 2014-2016 que atacó a la población de seis países africanos y afectó a ciudadanos de tres naciones europeas y Estados Unidos, donde se controló el contagio y murió un paciente de siete afectados.
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En el brote que ya está demostrando letalidad y extensión, las autoridades del país más atrasado del mundo no tienen capacidades técnicas para conocer cómo se está expandiendo y diagnosticar a los pacientes para aislarlos; tampoco cuentan con la infraestructura e instituciones suficientes para darles la atención que en Europa y Estados Unidos demostró eficacia. Además, a pesar de estar demostrado que es contraproducente, los responsables multilaterales, en especial la OMS y Médicos sin fronteras, prefieren tibias declaraciones de riesgo, en vez de la de máxima emergencia. Es así como adoptan posturas peligrosamente optimistas, como la del director de la OMS, Tedros Adhanon Ghebreyesus, quien aseguró a medios internacionales que “estamos mucho mejor preparados para enfrentarnos a este brote de lo que estábamos en 2014”. Así transmita esperanza al mundo, esa visión puede poner en riesgo centenares o miles de vidas y comunidades.
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Las autoridades internacionales de salud se escudan en las posibilidades de la vacuna, aún experimental pero que tuvo resultados satisfactorios en la epidemia 2014-2016. Por supuesto, es un avance a celebrar que los grandes centros de investigación en salud y un laboratorio como Merck hayan decidido destinar presupuesto a combatir una enfermedad atroz del mundo pobre, pero todavía es muy arriesgado centrar las esperanzas en una vacuna que será aplicada apenas parcialmente, y en especial al personal de salud; que no ha sido puesta a prueba con comunidades ajenas a estos procedimientos, y cuya distribución segura a quienes más la necesitan es sumamente difícil en un país que carece de la infraestructura y los servicios necesarios para mantener la cadena de frío y garantizar la inocuidad, o mínimo riesgo, de las vacunas.
Los cortos lapsos que están separando los brotes de ébola, la falta de aprendizaje de los anteriores y la precariedad económica e institucional de los países afectados hacen que existan más razones de temor que de esperanza frente a esta nueva enfermedad que en sus primeros momentos está matando a 1,8 personas por día.
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