Del azadón a la volqueta

Autor: Darío Ruiz Gómez
4 noviembre de 2018 - 09:06 PM

¿Acaso solamente somos aptos para el negocio y el comercio y no para la racionalización que exigen en la modernidad las tecnologías más complejas y avanzadas?

Como un pueblo negado a la agricultura paradójicamente el azadón se convirtió en símbolo de nuestra identidad regional, una herramienta primitiva pero eficaz en su tarea de preparar la tierra para sembrar el maíz y mantener la huerta familiar. Las technés de las agriculturas históricas nos fueron desconocidas incluso en la era moderna donde el tractor fue imposible de asimilar a estas pronunciadas y áridas laderas. Mientras el tractor era el símbolo del triunfo del proletariado en la Unión Soviética, en los Estados Unidos de 1930 fue la imagen de la derrota de los aparceros ante la tecnificación de la agricultura. Nuestras grandes fábricas de las décadas 40-50-60 fueron insólitas con sus jardines, su inserción natural en la malla urbana. La idea de progreso si lo hemos de convenir ha sido entre nosotros una idea bastante frágil tal como lo acabamos de comprobar en el clamoroso fracaso de Hidroituango. ¿Acaso solamente somos aptos para el negocio y el comercio y no para la racionalización que exigen en la modernidad las tecnologías más complejas y avanzadas? Es cierto que la máquina irrumpe como la imagen de la destrucción, pero las tecnologías aprendieron a ser respetuosas con el medio ambiente, lección que nosotros al parecer no hemos tenida en cuenta y por eso estamos asistiendo a una impactante destrucción del paisaje construido, que es un patrimonio intocable, con la irrupción del símbolo del nuevo “progreso”: la volqueta. ¿Por qué no se redactó un estatuto vial que racionalizara la irrupción de este monstruo que se desplaza a grandes velocidades poniendo en peligro la vida de los transeúntes, de los vehículos particulares, destruyendo a su paso el asfalto, las calles de las poblaciones? Al coronar el alto de Las Palmas nos encontramos con el desusado obstáculo de un restaurante situado en un simulacro de rotonda y cuyos empleados levantan continuamente el avisito de “Pare” y “Siga” para controlar la llegada y salida de sus clientes. La vía que conduce el peaje es una curva estrecha flanqueada por vehículos aparcados. Después un enredo de mallas de color encarnado que cortan bruscamente el flujo vehicular y ya después, nos abrimos a la constatación de ver cómo se destruye la antigua carretera en la cual hace ya tres larguísimos años un grupo de trabajadores tiende redes de servicios y cuyo lentísimo paso ha ido acompañado de la proliferación de tenderetes de comida, chazas, basura, o sea de una tugurización por la irresponsabilidad de no aplicar las normas establecidas sobre el debido retiro de las construcciones. Y es ya ante la desbordada capacidad de la carretera, donde constatamos la agresiva presencia de las descomunales volquetas impidiendo el tránsito de los vehículos particulares – hasta tres se colocan en fila con su paso lento- lo que nos lleva a preguntarnos. ¿En nombre de qué clase de progreso se atenta con un tráfico pesado lo que hasta hace poco fue una bella carretera? ¿Prima el interés privado sobre el público? ¿Qué entidad debió planificar y prever este brusco cambio de uso – Naturaleza e Historia, demografía- que ha aumentado el tiempo de desplazamientos en más de una hora? ¿No se ha tenido en cuenta el aumento de población que vive ya en Oriente y necesita contar con una carretera que brinde confianza y seguridad en los diarios desplazamientos?

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Es aquí donde constatamos la urgente necesidad de que este país desconocido para legisladores y políticos necesita de normas acordes con los cambios sufridos en los territorios, de recordar los derechos del ciudadano a carreteras confiables, o sea a la calidad en las obras públicas y a la racionalización del tráfico vehicular para evitar que nos hundamos más y más en la jungla en que vivimos hoy.

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