Pudo constatar de primera mano el modo en el que nuestro mundo supuestamente posmoderno tiene una estructura de discriminación sistemática hacia las mujeres
En el recién concluido Hay Festival de Cartagena, el auditorio más grande se llenó completamente el sábado para la entrevista que le hicieron a Chimamanda Ngozi Adichie, una escritora nigeriana, autora de uno de los ensayos más leídos en los últimos años: Todos deberíamos ser feministas. Pero la entrevistadora no le hizo ni una pregunta sobre ese tema, lo que indignó a docenas de lideresas que habían recorrido el país desde muchos lugares para ir a verla, y quienes debieron desahogarse y felicitarla como pudieron en la sesión de preguntas. Al día siguiente habló del tema en el barrio Mandela, un maravilloso y periférico lugar de Cartagena con desproporcionada injusta mala reputación, pero el programa no dijo dónde exactamente era y algunos de los pocos que nos atrevimos a ir nos perdimos y no supimos qué pasó (de hecho a los del Hay que les pregunté luego cómo había sido me dijeron: “yo por ese barrio no voy”). Me quedé con la duda de por qué ese tema no se mencionó en el Centro de Convenciones y se remitió por allá a extramuros. Solo la duda. No afirmo nada.
Lo curioso del asunto es que fue otra autora, Deirdre Macklosky, la que me había convencido ese mismo día de que efectivamente todos deberíamos ser feministas, en su conferencia: Camino hacia ser mujer. Y lo hizo porque realmente no se trata de una mujer en el sentido biológico, sino de un prestigioso profesor de economía de Illinois, nacido en 1942, y maestro de los Chicago Boys por lo tanto, quien se declaró transgénero y decidió ser mujer en todos los sentidos posibles hace veinte años, por lo que conoce los dos mundos perfectamente, el masculino y el femenino.
Nos dejó por supuesto absolutamente convencidos a casi todos los presentes de que las personas que se sienten de un sexo diferente al que físicamente tienen, están en todo su derecho, aún desde niños, de reasignar su género. Aunque nos impresionaron sus historias de cómo su hermana la internó en un psiquiátrico varias veces y su esposa e hijos no le hablan desde entonces ni le presentan a sus nietos, lo que más caló en algunos de nosotros fue como ella ya siendo mujer pudo constatar de primera mano el modo en el que nuestro mundo supuestamente posmoderno tiene una estructura de discriminación sistemática hacia las mujeres. De las historias que contó la quizá más interesante fue una en la que demostró como aún en su mundo de intelectuales de gran calibre, supuestamente ajenos a discriminaciones de género, esto es parte del comportamiento normal. En una conversación con los más prestigiosos escritores en economía, ya siendo Desiré y no Donald, propuso una audaz teoría económica en la que venía trabajando hace varios años y nadie le hizo caso. Lo más grave, comentó, es que tiempo después otro colega en una reunión similar planteó la misma teoría y todos los expertos lo aplaudieron y le dijeron que quizá se ganaría el Nobel de economía con ella. Cuando la, esta sí, magnífica entrevistadora inglesa, Rosie Boycott, le preguntó cómo se sintió frente a esa situación, ella contesto, con su voz aún gruesa y una irónica sonrisa, algo así como: “en el fondo me sentí feliz porque por fin me estaban tratando como mujer”.
Nos dejó pensando a quienes defendemos tanto la democracia, que esta institución proclamadora de la igualdad en todo, ni siquiera en el siglo XXI y en las modernas sociedades ha podido vencer esta inveteradísima y sistemática discriminación, que hace parte de nuestro día a día, y de la cual somos casi todas y todos actuantes con responsabilidad en ese sentido, digamos lo que digamos.