El continuo éxodo masivo es no solo consentido sino también empujado. El gobierno querría que a él se sumara toda esa clase media que lo repudia
La migración venezolana no es del mismo tipo de la acostumbrada en el resto del continente, provocada por la necesidad o el afán de buscar nuevos horizontes en la vida. Lo cual ha sido el móvil principal del desplazamiento de personas, o comunidades enteras, de un país a otro. El éxodo de nuestros vecinos, en cambio, no es tan espontáneo e inocente. En buena medida es inducido, cuando no promovido a ciencia y paciencia del régimen, a quien nada le conviene que quienes están condenados al desempleo y miserias perpetuas (con sus secuelas de desespero e inconformidad crecientes) permanezcan allí rumiando un destino que no cambia ni mejora.
La economía venezolana se arruinó por cuenta de la utopía socialista ensayada en el trópico, de sus delirios y torpezas. No hay cómo ocupar a la clase media sus profesionales, provistos de una formación y una experiencia profesional superior al común. Y en tales circunstancia lo mejor es que tan robusto y peligroso segmento social vaya desalojando. Ojalá todo entero, hasta el último hombre, en lugar de quedarse impugnando el régimen, votando en contra cada que se presente la ocasión, en elecciones amañadas y cuestionadas por el fraude y la coacción que las ronda siempre. Y recompensadas a los sufragantes disciplinados con subsidios y víveres cada vez más escasos.
Es fácil deducir de lo anterior que el continuo éxodo masivo es no solo consentido sino también empujado. El gobierno querría que a él se sumara toda esa clase media que lo repudia, por ser ella más vulnerable y por ende más propensa a la queja y la crítica que el resto de sus paisanos. Para el oficialismo el beneficio que de ahí deriva es obvio: menos voces protestando en la calle y menos bocas para alimentar. La fórmula, originaria de la extinta URSS, en Occidente la patentó Cuba, país que se dejó imponer, debidamente calcado, el modelo soviético. El cual rindió sus frutos y dio el resultado esperado, si juzgamos por el tiempo que ha durado: casi cuatro generaciones. La isla, en efecto, se convirtió en un oasis de silencio y sosiego gracias a que lo que allí quedó (ida la pequeña burguesía, como la siguen denominando los marxistas convencidos y ortodoxos que aún circulan por este planeta) son los núcleos de población, obviamente mayoritarios, que viven del “racionamiento” y se resignan a él. El cual consiste en la alimentación que el Estado semanalmente suministra a los súbditos más leales y obedientes. Ello en sí mismo puede no ser tan condenable o malo. Lo malo es que haya que sacrificar, mediante la proscripción política y el despojo, por la vía de la expropiación y pauperización consiguiente, al sector de la sociedad que no comulga con el sistema y no goza entonces de los encantos del “paraíso socialista”. Y ya que hablamos de tal paraíso y sus delicias, no olvidemos que antes de la revolución Cuba era un país con un nivel de bienestar y confort superior al que se disfrutaba en el resto del subcontinente, pese a que se trataba, Cuba, de una sociedad capitalista como la que más, gobernada por su correspondiente oligarquía.