La desnutrición crónica está también a la base de una lacra ancestral que no conseguimos erradicar.
El último informe de las Naciones Unidas sobre seguridad alimentaria y nutricional en América Latina y el Caribe, pone el acento en una obvia relación con frecuencia soslayada, aunque evidente por donde se la mire: “el estrecho vínculo entre la desigualdad económica y social y los mayores niveles de hambre, obesidad y malnutrición de las poblaciones más vulnerables”.
Esa desigualdad se suele asociar de inmediato con la población adulta, sus ingresos y condiciones de vida, aunque la primera pagana de ese desequilibrio es la niñez, especialmente cuando es víctima de una condena que la marcará por el resto de su vida: la desnutrición crónica. Cada frágil humanidad afectada por ella corre el riesgo de desarrollar 40% menos su potencial cerebral y su capacidad funcional. Repercutirá en menores logros a lo largo de su experiencia educativa (si la llega a tener), para prolongarse en una cadena de adversidades que van de la desocupación al empleo o condiciones de vida precarias, incluyendo el estigma de la discriminación.
Y, aunque pareciera que todo tiene que ver con la ingesta de nutrientes como la vitamina A, ácido fólico, yodo, proteínas o hierro; la verdad es que la desnutrición crónica está estrechamente relacionada con la disponibilidad de agua potable, cuya falta ocasiona diarreas recurrentes que terminan siendo fatales para el niño o niña frágil, y el estímulo a prácticas nutricionales y de salud como la promoción de la lactancia materna, entre otras.
Es pues un asunto directamente relacionado con el desarrollo social y la responsabilidad gubernamental, que ha dejado sobre todo de lado a las comunidades rurales más vulnerables y, en especial, a las poblaciones indígenas.
La desnutrición crónica está también a la base de una lacra ancestral que no conseguimos erradicar y es la discriminación que afecta a nuestras poblaciones indígenas, especialmente en los países donde su importancia es mayor. Muchas de las imágenes y creencias que la descalifican y segregan como “ignorante” e “incapaz”, desconocen los efectos nocivos de la desnutrición crónica en el desarrollo humano y menos aún la responsabilidad secular del Estado en su atención y eventual erradicación.
En el mundo la desnutrición crónica afecta a 150 millones de menores de 5 años, tres veces la población de Colombia. La comunidad internacional incluyó su erradicación en los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030 y el reto está planteado para dentro de 11 años.
Rescatando una de las repercusiones positivas de la Cumbre Mundial en Favor de la Infancia, realizada en 1990, es preciso señalar que en el curso de los últimos 29 años la desnutrición crónica en nuestra región se ha reducido 40% en promedio.
De lo ocurrido en décadas recientes se puede identificar en América Latina y el Caribe países como Chile que desde mucho antes de los 90s juntaron hondo conocimiento de su realidad nacional, decisión política firme, estrategia clara y medidas concretas para atacar frontalmente la desnutrición crónica y es hoy el país con mejores resultados en la región.
Están también países como México, Perú y República Dominicana donde, pese a que el problema subsiste, han reducido sus prevalencias en más de 60%, poniendo énfasis en las regiones más vulnerables. En Colombia esta disminución pasó del 13,2% en 2010 a 10,8% en 2015. Y, desde luego, los omisos y negligentes como Guatemala y Honduras que, pese a promesas reiteradas, compromisos suscritos y numerosos planes, tienen aún cifras inaceptables. El caso más inaceptable es el de Guatemala donde casi la mitad de la población menor de cinco años sigue presa de desnutrición crónica.
Sin embargo, hay que rescatar las señales positivas y apostar porque prevalecerá la apuesta en favor de la erradicación de la desnutrición crónica y la mayoría de los países de la región hará la tarea encomendada por uno de los importantes objetivos trazados al 2030.
No basta con lamentar