Semejante faena no es apenas un fenómeno cronológico, sino que comporta también el pulso sicológico, o muñequeo, que sostienen dos enemigos viscerales
Si mal no recuerdo el conflicto con el M19 se resolvió en breve tiempo, mucho menos del gastado en las negociaciones de La Habana con las Farc, sin contar con los meses ya corridos de la ejecución inicial y de la “implementación” de lo acordado. Implementación que, debido al recelo y suspicacias que la rondan, aún no llega a su fin, ni parece que llegará en el plazo fijado por el gobierno, colmado de entusiasmo desde el comienzo mismo del proceso de paz, cuando nuestro muy ufano presidente predijo y sentenció que dicho proceso tardaría meses y no años. Y todos aplaudimos a rabiar. A fuerza de optimistas ignorábamos entonces que semejante faena no es apenas un fenómeno cronológico sino que comporta también el pulso sicológico, o muñequeo, que sostienen dos enemigos viscerales que se sientan frente a frente para zanjar por las buenas viejos antagonismos. Ambos se miden y estudian, conscientes de que quien finalmente prevalecerá no es el que más blasone sino el que muestre a la vez mayores temple y calma. Mejor dicho, quien aguante la espera y controle su impaciencia sin patear la mesa a destiempo.
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O sea que el músculo cuenta, pero también la voluntad, ya que, como en el caso de La Habana, no se trata de una capitulación sino de una negociación, a cuyo fracaso le teme tanto la parte que luce más frágil como la que aparenta más fibra. Pues el afán o interés de conciliar lo experimentan ambas por igual. Al fin de cuentas el poder de una guerrilla cualquiera se calcula no por el número de hombres o fusiles sino por su capacidad de daño, soportada en elementos tales como la clandestinidad, el factor sorpresa y el terror, que son sus armas más letales, que el gobierno de turno, al enfrentarla, se olvida a veces de contabilizarlas como desventajas estratégicas del Estado. Y hablando de daño, me refiero no solo al militar sino al social (población desplazada, etc.) y al económico, incluyendo el que sufren la infraestructura y el medio ambiente. Es ahí donde se equipara o empareja una guerrilla pequeña (que con ligereza suele juzgarse por su tamaño) con el Estado y la Nación en él representada. Y ello explica que grupos armados ostensiblemente menores, como el de Tito en la Yugoeslavia ocupada de los años cuarenta, o el de Fidel Castro en la Cuba de Batista, sin haber pactado armisticio alguno acabaron imponiéndose a un rival muy superior, gracias a que los tres factores atrás enunciados les permitieron compensar su inferioridad física.
Concluyamos por hoy diciendo que el marcado desequilibrio o contraste entre todo un país, dotado de una fuerza pública (ejército y policía) de medio millón de hombres, de un lado, y del otro 7.000 guerrilleros, ese desequilibrio o diferencia , digo yo, no cabe reducirlo a la nuda aritmética en el análisis comparativo o valoración objetiva que se haga para predecir o averiguar quién vencerá a quién. En guerras larvadas, libradas en topografías tan complejas como la nuestra, la experiencia histórica universal enseña que nadie sale derrotado. Hay repliegues sí (máxime si se cuenta con países vecinos que brindan refugio), pero para reaparecer luego. Si la guerra que se sostiene con la guerrilla colombiana actual, o lo que resta de ella, fuera una guerra convencional, ya la habría ganado el Estado. Menester es entonces obrar con realismo y armarse de paciencia en el tramo que falta para que, en serio y a plenitud, reinen aquí por fin el sosiego y la paz.