Al delito y la corrupción, hay que combatirlos donde quiera que se encuentren, pero no acabando o degradando las instituciones, sino; por el contrario, vigorizándolas y saneándolas, porque hacen parte de nuestro sistema social y estatal y son la base fundamental de la democracia.
Es desafortunada la forma como en nuestro país se asumen algunos debates o se enfrentan algunos problemas. En el mundo del Derecho y del Deber Ser jurídico, “a problema igual debe darse igual solución”, es la premisa que nos debiera regir siempre, para el conocimiento y definición de los problemas.
Pero, en nuestro país -extrañamente- las cosas no son así. No en pocos casos se observa que los conflictos son tratados con cierta doble moral, como si el error conductual no fuera en sí mismo autónomo, e independiente, de la institución a que pertenece su autor y su gravedad no dependiera de quien lo ejecuta, como cuando es la conducta ejecutada en ciertos escenarios, siendo la dignidad de quien la acomete una mera circunstancia de eventual agravación de la pena a imponerse, por el comportamiento de las personas y no de las instituciones, como quiere hacerse aparecer ahora.
Tratar de acabar con la JEP o por lo menos desprestigiarla, como se ha venido haciendo, porque allí se han cometido errores, o, inclusive delitos, por algunos de sus funcionarios, sería tan sorprendente e ineficaz, como si quisiéramos acabar con una empresa, cualquiera que fuera, simplemente por el hecho de que alguno o algunos de sus funcionarios fueran ineficientes, incapaces o hubieran cometido conductas contrarias al deber ser institucional y social que la rige.
Esto sería tan absurdo, como si pretendiéramos buscar el arreglo de un problema, acabando o buscando acabar con la sociedad, porque de ella emanan o hacen parte los individuos que delinquen o que hacen daño al sistema institucional y social imperante.
Esa es la doble moral política con que algunos enemigos del proceso de paz, suscrito entre el Estado y la insurgencia de las Farc, han querido mostrar que tenían razón, cuando a los cuatro vientos han gritado que el proceso de paz no sirve y que no resultó ser lo que el pueblo requería, para poder alcanzar la reconciliación entre todos los colombianos.
No es atacando la institucionalidad, como se debe afrontar el delito y la corrupción, es buscando en las entraña mismas del sistema social y político que nos rige, donde debe aplicarse las políticas y las estrategias, tendientes a buscar las reivindicaciones y los correctivos que son necesarios, para subsanar verdaderamente los inmensos y crecientes problemas que cada vez golpean, con mayor fuerza, nuestro orden jurídico y social y ponen en jaque y en grandes dificultades a nuestro Estado social de Derecho.
La Justicia Especial Especial para la Paz, no es un invento nuestro, tampoco fue el capricho de un presidente o de un grupo rebelde, individualmente considerados. No. Este sistema, es el producto del consenso internacional, pues en todas las partes del mundo, donde se ha querido terminar un conflicto, como el que hemos padecido los colombianos, se ha creado esta clase de tribunales, para que ajeno a todo interés distinto al de hacer justicia en el marco de Verdad, reparación y no repetición, se juzgue a quienes han sido sus mayores protagonistas.
Dicho tribunal ha tenido –mundialmente- la función de conocer y decidir sobre las conductas, no sólo de los actores armados, directamente involucrados en el conflicto, sino también de los terceros que de alguna u otra forma han participado o han tenido que ver, directa o indirectamente, en el mismo, tales como: determinadores, financiadores, testaferros, cómplices, encubridores, etc, etc. “La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) es el componente de justicia del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, creado por el Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las Farc-EP”.
La JEP fue creada para “reconocer y defender los derechos de las víctimas, hacer justicia transicional, ofrecerles verdad y contribuir a su reparación, con el propósito de construir una paz estable y duradera”.
Pero resulta que en nuestro país, a algunos les ha dado por cambiar las reglas del juego jurídico y político, que regulan universalmente estos procedimientos, y se han dado a la tarea de ponerle trabas a una de las instituciones más granadas e importantes del proceso de paz, como lo es la JEP, aprovechándose del sofisma, iluso y falso, de que es que esa institución está plagada de vicios, errores y delincuentes, como si fuera la única que ha sufrido de estos males y que la solución es eliminarla, desaparecerla del sistema, negándole la oportunidad, con tan “ingeniosa idea”, de que el proceso de paz culmine con éxito y, finalmente, se conozcan la verdad sobre lo ocurrido, propendiendo y garantizando reparación a las víctimas y asegurando que -en lo posible- ello no vuelva a ocurrir jamás. No obstante los graves problemas que ha tenido su implementación y los que muy seguramente seguirán sucediendo, la Justicia Penal para la Paz, es una herramienta indispensable y única, para lograr que algún día haya verdadera armonía social en nuestro país.
Hay que apoyar las instituciones y, desde luego, combatir sin cuartel a los delincuentes, cualquiera sea su origen o forma de actuar, y mucho más si son los que han sido escogidos, para desempeñar tan loable y difícil labor. Pero utilizar esas deficiencias, para querer acabar con una institución como éstas, se constituye en una de los desafueros más perversos que se puedan cometer contra tan caro sistema. Ese no es el trato que se debe dar a los problemas que surgen en una institución, cuyo fin primario e irrenunciable, es el de estudiar, juzgar y definir la situación de quienes han sido los actores del horrendo y cruel conflicto que ha vivido nuestro maltrecho país por tantos años. Ni la JEP, ni ninguna otra institución, merece tan reprochable tratamiento, pues querer acabar una corte o maltratarla y deslegitimarla, con el falso moralismo de estarle haciendo un bien al sistema social y político, no es democrático y ello se constituye en un grave error, a todas luces, indigno de una institución que -como la aludida- surgió de un consenso nacional y con orígenes jurídicos, políticos y sociales de aceptación, y total respaldo, en el ámbito internacional por la gran cantidad de naciones que lo asistieron y coadyuvaron, para asegurar su subsistencia y el cabal cumplimiento de su misión.
Al delito y la corrupción, hay que combatirlos donde quiera que se encuentren, pero no acabando o degradando las instituciones, sino; por el contrario, vigorizándolas y saneándolas, porque hacen parte de nuestro sistema social y estatal y son la base fundamental de la democracia. Hay que rodear a las instituciones, de manera que le sea imposible a los enemigos del mal corromperlas.
Querer acabar con la JEP, o, a cualquiera de nuestras cortes, sería la muestra irrefutable de la más vergonzosa incapacidad del Estado y la Sociedad, para hacerle frente y ponerle remedio a los graves males que campean libres y creciendo y que utilizan estas artimañas y sofismas de distracción, para seguir actuando en medio de la impunidad y la ilegalidad.