Dignidad y visas

Autor: Sergio de la Torre Gómez
18 mayo de 2019 - 09:04 PM

Todo país está en libertad de autorizar o no el ingreso de extraños a su territorio. Mas, de rehusarse, debe aclarar el por qué, así sea en privado.

Medellín

Sergio de la Torre Gómez

Las altas cortes que, a diferencia de las otras ramas del poder público - legislativa y ejecutiva - raramente incurren en graves infracciones o en conductas turbias que susciten dudas y preguntas (con excepción del caso del Cartel de la Toga, en que hasta uno de sus presidentes terminó implicado), esas altas cortes ahora se ven envueltas en otro escándalo, el de las visas, distinto pero bien ruidoso , personificado en tres de sus magistrados, sin que por lo pronto, mientras no se conozca su intríngulis, comprometa su reputación, pero sí su dignidad.

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Es en la dignidad o majestad intrínseca de los jueces superiores donde reside su respetabilidad y el acatamiento que merezcan sus decisiones, así ellas no gusten a los afectados. Por eso cada que una providencia es cuestionada o apelada, el interesado se apresura a decir que no la comparte, pero la respeta. No en vano la autoridad del Estado, su poder coactivo, la tranquilidad y seguridad que infunde a los asociados, descansa ahí: en que se confía a ciegas, o casi, en la ecuanimidad con que procede al juzgar la conducta ajena y no apenas en el apego, por estricto que sea, a la ley, plasmada en la norma escrita pero también en el espíritu o intención que la guía. La fuerza y eficacia del Estado descansan más en la tranquila confianza que inspiran las actuaciones de los jueces que en el miedo y la amenaza de un castigo, o en la labor preventiva o represiva de la policía y demás cuerpos encargados del orden ciudadano, en virtud de lo cual persiguen el delito y hasta se le adelantan.

No se duda nunca, en principio, de la imparcialidad del juez, y menos del juez superior, y eso es lo que en últimas soporta la estabilidad del Estado. Tanto que cabría compararlo con el padre o la madre dirimiendo un desacuerdo entre los hijos. Acto que, de entrada, todos presumimos basado en la verdad y en la justicia inmanente que a ella la acompaña y condiciona.

Agreguemos a todo lo anterior que, en los Estados Unidos, padre de la democracia que aquí mal o bien practicamos, no hay institución más venerada que la Suprema Corte y, de contera, sus miembros. Se profesa tal fe en su ecuanimidad que allá no existe edad de retiro. Son vitalicios mientras su salud lo permita. Verbigracia Warren, el legendario magistrado de la Suprema Corte, que a los 90 años todavía emitía trascendentales fallos que sacudían la institucionalidad y todo mundo aceptaba con alivio. Pues, como en la antigua Roma, o en la análoga Grecia, se cree más en el recorrido y experiencia de los viejos que en la versación literal y destreza de los nuevos, por hartos postgrados y doctorados que tengan.

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Por lo dicho atrás, resulta difícil juzgar el comportamiento de los altos magistrados que acudieron una o dos veces a la Embajada norteamericana y le hicieron larga antesala a un funcionario subalterno para ser notificados del retiro de sus visas, sin explicar el por qué, según relatan ellos. Todo país está en libertad de autorizar o no el ingreso de extraños a su territorio. Mas, de rehusarse, debe aclarar el por qué, así sea en privado. Y aclarar las imprecisiones o falsas conjeturas a que son tan dados los medios, en tratándose de altos dignatarios de la Nación. Ignoramos las razones que llevaron a los magistrados a comparecer allá, y a repetir la incómoda visita para que les devolvieran la visa. Sus motivos tendrán o, a lo mejor, no tienen ninguno. Ojalá que así fuera. Pensamos, no obstante, que no debieron allanarse o prestarse a tal humillación que ultraja la dignidad de su investidura y de paso ofende a la sociedad entera. Más aún, ante tamaño atropello, al ser informados de que se les suspendía la sanción debieron haber reclamado explicaciones públicas que despejen cualquier duda. Y, faltando éstas, renunciar entonces públicamente, y de por vida, a la visa que se les restablecía, en guarda de su entereza personal agraviada y la del país entero. Lo decimos con el respeto debido, atenidos a lo que tenemos a la vista y sin conocer el trasfondo, si lo hubiere.

 

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