Explica la vigencia y persistencia de los partidos marxistas o filomarxistas que, mientras más ortodoxos y ceñidos al dogma y a los principios que adoptaron, más perduran
Retomo el tema anterior para decir que no hay nada más parecido a la vieja Iglesia católica que los partidos comunistas hoy supérstites, nacidos bajo la sombra de Stalin. Con su propio Vaticano, que fue Moscú, su Santa Sede, El Kremlin, y su propio Papa, Stalin mismo. Y su liturgia, prelados, y feligresía, que en cada país es la propia militancia. Todo funciona como una iglesia, y no como cualquier secta. Su credo se profesa con la devoción de una religión, como cabría llamar a lo que devino, tras la Segunda Guerra Mundial, en una verdadera institución universal, venerada, repito, como otra iglesia, y que para el caso se denominaba “la Tercera Internacional”. Tercera, porque ya antes, bajo Lenin y el propio Marx, hubo dos consecutivas, que se sucedieron en la medida en que se endurecían en su acción soterrada y en la propagación de su Catecismo, que también lo tenían y tienen, y consultan como un texto sagrado, compendio del dogma y el lenguaje, los cuales nunca cambian. Tan semejante todo, en fin, a la confesión católica que nos legó España, aunque no tan arcaica y enigmática.
Son proverbiales, asimismo, las excomuniones y condenas, que recuerdan las practicadas en la penumbra medioeval. Las célebres purgas y las “autocríticas” forzadas (equivalentes a las autoflagelaciones de antaño) que ejercitan los inefables, pintorescos herederos del credo marxista que, aferrados a su propio catecismo, mantienen intacta su fe. Sólo que el que nos inculcaron de niños y memorizamos en la grey católica, el del padre Astete, independientemente de lo que preceptúe y diga, sigue deslumbrando por la precisión y tersura del lenguaje.
El ateísmo declarado y proclamado de los comunistas, impuesto y obligado entre los adictos a la causa, se profesa como otra confesión. Ello explica la vigencia y persistencia de los partidos marxistas o filomarxistas que, mientras más ortodoxos y ceñidos al dogma y a los principios que adoptaron, más perduran, por adversas que sean las circunstancias del momento. Bien sea en democracias genuinas y competitivas como las europeas, o en dictaduras cerradas y extendidas como las que abundan en Asia y África, estas agrupaciones nunca mueren y si llegaren a extinguirse u ocultarse, no tardan en reaparecer a cielo abierto o en la clandestinidad, según sean las circunstancias del momento.
Para mantener y preservar el dogma que los cohesiona y guía, suelen recurrir a las excomuniones, condenas y anatemas. Excomuniones que recuerdan las practicadas en la penumbra medioeval, rematadas ya no en la hoguera (como con Giordano Bruno), sino con un tiro en la cabeza o en el frío destierro siberiano, por ejemplo. El miedo entonces, la obsecuencia, la delación premiada, garantizan la disciplina entre los afiliados. También por supuesto la ardua y temida autocrítica, o “autoflagelación” de antaño.
Con todo, el dogma inflexible, y con él la lealtad sincera o forzada, van languideciendo con el tiempo, sus giros y mutaciones. Como el derrumbe de la Unión Soviética, la caída del muro de Berlín, la conversión de China al capitalismo y la debacle de países que otrora se contaban entre los más prósperos y confortables del Tercer Mundo, como Cuba y Venezuela. De ahí que el mamertismo sobreviviente en Colombia hoy genere más aburrimiento que fervor, aún entre sus propios prosélitos. No hay nadie más conservador, conformista y aburrido que un mamerto de ahora, por virtuoso que sea. Verbigracia el senador Cepeda (y lo menciono con respeto) quien hasta en la forma como viste y habla parece un clérigo, o un monje al menos.