El padre Chucho es una caricatura de la segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en Medellín hace cincuenta años y el Papa Bergoglio un grato y amable recuerdo de lo que pudo haber sido.
La Constitución de Rionegro de 1863 y el Documento de Medellín que fue la proclama oficial de la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam), de la cual se conmemora este mes de agosto su cincuentenario, son los documentos políticos más radicalmente modernizantes de la historia política colombiana producidos por fuentes de poder del primer nivel de jerarquía. Acostumbrados a que “la novedad venga más de la militancia que de la dirigencia”, éstos documentos resultan contra históricos y especies de hipérbatos en la prosa aplanada en que está escrita la cultura política colombiana.
La una fue Carta Magna de los Estados Unidos de Colombia elaborada por ambiciosos comerciantes y voluntariosos ilustrados y como constitución estatal llegó a tener carácter vinculante obligatorio de acuerdo con el derecho positivo; el otro fue la Carta Magna jurídica y política de la Iglesia promulgada en asamblea general por el episcopado latinoamericano y colombiano y refrendada por el Vaticano y por tanto vinculante obligatoriamente de acuerdo con el derecho canónico de la iglesia católica colombiana cuyo poder político se ha desarrollado en paralelo y no pocas veces refundido con el poder del estado.
Pero ambos documentos tuvieron una vigencia efímera y una obligatoriedad pasajera. Se ha dicho que su poca vigencia se debe a que fueron documentos políticos extraños a la vernácula colombiana. Y en efecto lo fueron. Primero y fundamentalmente porque sus intenciones fueron más prescriptivas que descriptivas, locomotoras y no vagones.
La Constitución de Rionegro se ideó como un plan de desarrollo para el futuro; para promover la modernización radical de la Colombia feudal y monacal. Pero no aguantó el peso de unas tradiciones a las que Nuñez y Caro, artífices intelectuales de la Constitución sucesora de 1886, llamaron el “alma del pueblo colombiano”, que debería quedar “descrita” en la nueva constitución so pena de deslegitimación; y no aguantó, como era de esperarse, el desorden y el descontrol que produjo su holgada libertad económica y social. Y tampoco fue vernácula en el sentido socarrón con que la deslegitimara Don Miguel Samper, quien fuera consejero del general “mascachochas”, el artífice militar de la constitución radical, al decir, ya como converso, que era “Una utopía inaceptable”, “Una extravagante doctrina aceptada por novelería porque venía de Francia, lo mismo que las pomadas”, y que el pachulí y las aguas florales, agregaría yo. La Constitución de Rionegro sucumbió ante la fuerza inercial de las tradiciones premodernas recuperadas como obligación jurídica y moral por su sucesora la Constitución de 1886 y por un liberalismo mucho más moderado. Fue exorcizado con sahumerios el demonio que se había colado en la ecleccia.
El Documento de Medellín, interpetando las enseñanzas del Concilio Vaticano II (Juan XXIII el “Papa bueno” y Pablo VI) y encíclicas como Populorum Progressio, diseñó una pastoral social enfáticamente dirigida a que la iglesia latinoamericana, incluida la colombiana, se comprometiera oficialmente con la superación de las causas de la desigualdad social y de la pobreza. Pero al mismo tiempo que se construía el texto definitivo liderado por el obispado de Chile y de Brasil, la mayoria de los obispos colombianos presentó un “contradocumento” alertando sobre las “inconvenientes consecuencias” de esa pastoral social y el Arzobispo primado de Bogotá Luis Concha Córdoba diría, como admonición teológica, que “las enseñanzas del Vaticano II obligaban a la iglesia católica a cambios litúrgicos y no a cambios sociales” y cerró temporalmente el periódico oficial de la iglesia, “El Catolicismo”, por tener opiniones favorables al Concilio. Con ello se abrió el portón principal para la implementación del “contradocumento” en manos de quien fuera Secretario del Celam desde 1972, monseñor López Trujillo, después Arzobispo de Medellín; y también se bendijo el control gubernamental que resultó agresivo cuando Cornelio Reyes, ministro de gobierno conservador de un gobierno liberal amenazara en 1974 con una lista de 150 curas guerrilleros. El Documento de Medellín fue abatido por la misma sempiterna, ovejuna y conventual cultura política acrisolada por cien años de vigencia como cartilla oficial y por un liberalismo cada vez más abierto a oficiar como ideología del capitalismo sin control. Con ayuda de la policía estatal fue exorcizado el demonio que se había colado en la iglesia colombiana.
La constitución de los liberales radicales, que había nacido entre sangre, pólvora, tabaco, quina, añil y literatura liberal, se fue desvaneciendo desde 1880 con el gobierno de Nuñez el más radical de los conversos, hasta desaparecer entre sangre, pólvora, incienso y misales en el altar de la iglesia y en la bóveda del Banco Central cuando se promulgó la constitución de 1886.
El Documento de Medellín, nacido en una década que se movía entre una izquierda montaraz y una derecha acuartelada en medio de las cuales se introdujo la Teología de la Liberación adaptada por el muy colombiano grupo Golconda, se fue apagando también desde adentro en la misma medida en que se les ordenó a los curas volver a oficiar misa de espaldas a la “cuestión social”, es decir, en la medida en que se fue atemperando la interpretación mas modernizante y socialista de las enseñanzas del Concilio Vaticano II e imponiendo la teología de quien fuera luego Benedicto XVI ya ensayada con mano de sable en la pastoral de Juan Pablo II y en Colombia bajo la rígida égida de monseñor López Trujillo.