Dos madres y un crimen por resolver

Autor: Adriana Leonor López V.
5 marzo de 2017 - 02:00 PM

Sin hallar justicia, Jacqueline Patiño y Elcy Correa viven aún la tragedia de haber perdido a sus hijas en uno de los crímenes más macabros de los que se ha tenido noticia en la última década en Medellín. Sobre las víctimas, María Caterine y Cindy Lorena, sólo han caído juicios; sobre el presunto homicida y descuartizador, el desmayo de un sistema que lo dejó libre. Van ocho años de impunidad.

Medellín

“Procure recordar que la tolerancia se convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia con el mal”.

La montaña mágica. Thomas Mann

El miércoles 4 de marzo de 2009 hallaron los cuerpos troceados de Cindy Lorena Giraldo Correa, una chica de diecisiete años que poseía tanto brío como ingenuidad; y de María Caterine Ochoa Patiño que, pese a sus diecisiete años, había asumido con valentía su maternidad dos años atrás. Algunas de sus partes –troncos y cabezas- fueron descubiertas en un tonel negro sepultadas con cemento y cal; otras –trozos de sus extremidades- en bolsas de basura negra embaladas como fardos. El tonel, en la esquina de la habitación de Sergio David Hurtado Arango; algunas de las bolsas hacían parte del rebujo del armario; otras ya estaban tiradas en la esquina del barrio junto con los desperdicios y la basura acumuladas. El crimen ocurrió en el 201 de un edificio del barrio Boston, en el Centro Oriente de Medellín. El hallazgo causó, cómo no, una suerte de repugnancia mezclada con desconcierto e indignación. Pocos días después un hombre se acercó a Jacqueline Patiño –madre de Caterine-, aún en ese estado de evasión e irrealidad, de desgarro y padecimiento, y le dijo que iría hasta el lugar del crimen y tiraría una granada en venganza por el pavoroso asesinato de su hija. Ella se apresuró a evitarlo. Sabía que entre los vecinos había niños. “Cómo íbamos a hacer eso”, dice la madre ocho años después del supuesto homicidio. Para la justicia es supuesto porque no es un hecho “objetivamente” probado.

Que no que no que no. Elcy del Pilar Correa González, mamá de Cindy, ha dicho no a los muchos ofrecimientos que también le han hecho para matar −gratis− a Sergio, el presunto asesino. Que no, aunque este crimen las haya roto en pedacitos.

−No. Nunca he pensado en matarlo, en vengarme de él, no, porque hay un Dios y yo sé que el juicio de él ya está, yo sé que él va a pagarla, sea aquí o en la otra vida. Lo tiene que pagar. Yo sé que él ya está pagando: de estar viviendo por ahí escondido en un hueco porque él sabe que, no por mí, pero mucha gente lo quiere es despellejar –repite una y otra vez, una y otra vez “lo tiene que pagar”, como un clamor, como una súplica.

Ganas no les ha faltado –han confesado-. Sin embargo, para las madres, matarlo sería hacerse semejante a él. Y nunca podrían –han dicho- vivir de ese modo: las manos manchadas, el alma sucia; sin honor, sin dignidad.

Jacqueline es delgada, pequeña, menuda, frágil; tiene un aspecto enjuto. A sus ojos negros no les falta el rímel ni la línea negra que los traza y le confiere a su mirada, más que dureza, pena. Elcy es también pequeña, menuda pero rolliza, maciza. Y sus ojos lucen sombríos, lacrimosos, y la hacen ver como esos pájaros maltrechos que intentan volar, pero no pueden. Las dos tienen el cabello lacio y negro azabache; Jacqueline lo lleva largo y Elcy lo deja caer, a veces, sobre los hombros. Las dos ostentan un aire juvenil, aunque despuntan la madurez. Las dos lucen como las mujeres que retrató Modigliani: una Elvira, una Maude Abrantes.

El infortunio las unió el cinco de marzo de ese año en la morgue: esperaban ver los cuerpos de sus hijas que, por salud mental, los funcionarios no les permitieron hacerlo. Desde entonces sostienen una hermandad sólo posible cuando se vive una misma tragedia. O varias tragedias juntas.

 

Ese día

El domingo primero de marzo de 2009 Jacqueline se levantó a las seis de la mañana, fue a la cocina, preparó aguapanela con café, prendió su primer cigarrillo del día, pasó por la alcoba de su hija y se dio cuenta de que no había llegado. Se asustó. Se preocupó. Rabió. Esperó.

Ese domingo, muy temprano, en la casa de Elcy sonó el teléfono. Era una mala noticia: un familiar de su esposo en Rionegro había muerto. Se organizaron para ir al funeral en ese municipio a 54 kilómetros al oriente de Medellín. No llamó a Cindy porque pensó que estaría dormida aún. Viajaron.

Ese domingo, un poco más tarde un poco más temprano, en el apartamento 201 de un edificio de cuatro pisos (calle 54 No. 30-69) en el barrio Boston, Sergio David Hurtado Arango destazaba dos cuerpos. Dos cuerpos de mujer. ¿Qué hacer con dos cuerpos de mujer? El hombre los serraba. Luego se mofará de ello; pero en ese momento, forcejeaba, sudaba.

Fue un día, en principio, encapotado. Era tiempo de menudas lloviznas nocturnas que calaban los jardines y los cerros, pero que cesaban con la salida del sol.

Ese domingo el padre Calixto –ya difunto- tituló su columna habitual Tejas Arriba en un periódico local, Viviendo entre alimañas. Como presagio, quizá. Escribió que es fácil verificar que nuestro entorno está contaminado por el mal, y que esas fuerzas oscuras se agitan en el corazón.

El mal ahí, y nadie lo vio ni lo previó. Ese domingo.

 

Elcy, la madre de Cindy

En la sala del apartamento en donde viven Elcy, Karen, su hija menor y Emiliano, su nieto, sólo pende de una pared blanca una foto enmarcada de Karen. Sólo eso.

El taxista atravesó El Pinar. Se fue serpenteando la ladera del cerro Pan de Azúcar, preguntando aquí y allá. Es fácil perderse en este laberinto de calles asfaltadas. Un pesebre de casitas apiñadas desfiló a través de la ventana trasera, calzadas estrechas, un paisaje abarrotado de postes y marañas de cables de luz, balcones, escaleras contrahechas y comprimidas. Ellas viven en Caicedo, en una intersección próxima a la parroquia Nuestra Señora de Los Dolores, un territorio agitado por la congestión de personas, de motos, de carros, de buses. Viven en un quinto piso, y desde el corredor que da acceso a su apartamento, se aprecia la corona de la ladera centro oriental, saturada de construcciones que crecieron en la informalidad. Tras la puerta asoma Karen, dieciséis años, robusta, cabello lacio, largo, y tras ella su hijo de año y medio corretea por la estancia vacía: una mesa camilla vestida con un mantel de encaje que cae hasta el piso, en donde la madre dispuso, como un altar, fotos de Cindy, tres velones, un ángel de porcelana y un florero de cristal adornado con un ramo de rosas rosadas que rescató luego de ser desechadas en el hotel en donde trabaja. Hay, también, un pupitre infantil, dos sillas de plástico, cortinas cerradas, juguetes y ropa tirados por doquier. Sólo eso; la sensación de vacío. La olla pitadora silba y el ambiente está impregnado a mazamorra o cebada. Elcy viste con legui y una camiseta deportiva. Lleva un rostro macilento, ojos hinchados. De esas hinchazones que se dan por llorar mucho, por dormir poco, por pensar mucho; mala noche había pasado. Está enferma, dice. Sin embargo, muy pronto sabré que lo suyo es, además, un rosario de causas: depresión, insomnio, hambre, preocupación por la amenaza de ser arrojadas del apartamento en el que viven arrendadas, ansiedad por la amenaza de perder el trabajo como empleada del servicio en un hotel de El Poblado; angustia por las cuentas pendientes por pagar y sin tener con qué. Dos mil pesos es todo lo que tiene esa mañana, me dirá luego.

−He estado muy deprimida y cuando estoy deprimida no hago nada -se excusa. Pero infiero –porque esos estados tienden a ser patológicos- que esos síntomas no revelan un abatimiento casual; momentos en que se renuncia al mundo y lo único que se quiere es desaparecer, cerrar los ojos y no volverlos abrir nunca más. Mecerse peligrosamente entre el aquí y el allá, andar de puntillas por el filo de un despeñadero. Pero está Karen, está Emiliano, y ellos dependen de ella, de su trabajo.

Elcy comenzó a sumar tragedias a los 14 años, cuando su madre murió de cáncer; luego vino su temprano embarazo, de Verónica, la mayor; motivo para que el padre la echara de la casa y comenzara, desde entonces, a rodar. Pero de todas las tragedias, el crimen de su segunda hija, Cindy Lorena; la muerte de su esposo hace tres años, y tras su muerte, la expulsión de la casa en la que vivió con él por casi dos décadas, la han mantenido en el filo. No obstante, ella acepta rememorar de nuevo con la esperanza de que se haga justicia, algún día. Justicia.

 

Jacqueline, la madre de Caterine

La voz de Jacqueline, suave, atiplada, se pierde con los ladridos de unos perros que conciertan en una calleja del barrio Enciso, en un sector conocido como La Finquita, en donde ha vivido los últimos 25 años, esto es, la mitad de su vida y toda la vida de Caterine. Para llegar, se pasa por la escuela Julia Agudelo –en donde Caterine estudió la primaria-, una cancha de baloncesto enmallada, una gasolinera, un asadero de pollos. En el trayecto, desde este cruce de la calle 28 con carrera 59 −un granero, una tienda, un carrito con parasol en el que venden buñuelos, frituras y café−, contó que vive en una casita en arriendo que paga el Isvimed -entidad de vivienda del municipio-, porque la casa en que moró en tiempos en que María Caterine vivía, se cayó. Un domingo cualquiera la casa en la que había vivido con su hija en vida, con su compañero, sus hijos y su madre, ya muerta, se desplomó y no los enterró de puro milagro. Salvo un corto periodo de tiempo, mientras estuvo casada y enviudó, vivió en La Floresta, pero el resto de su vida ha vivido aquí, en Caicedo, uno de los barrios más antiguos de Medellín, poblado por familias humildes que viven de las ventas ambulantes, la albañilería, pequeños negocios informales que montan en sus casas de ladrillo y argamasa. Su esposo es obrero, pero por estos días está trabajando fuera de la ciudad.

No está sola. Está con quien fue la mejor amiga de Caterine, de esas amistades que surgen de los juegos infantiles en las calles del barrio. El recinto es pequeño: dos sofás, el comedor y tras él un aparador con porcelanas, perfumes, medicinas, cuadernos; en un mueble el televisor convencional. Desde la estancia se divisa la cocina, en donde la mamá prepara un tinto campesino. La amiga advierte que no quiere figurar y se propone fungir como testigo silencioso de este primer encuentro. Todo es orden, pulcritud; cada cosa en su lugar. Se respira un aire fresco que corre de la terraza al interior, un tanto oscuro; de un foco se desprende una luz mortecina.

Cuenta que es casada y viuda. Que de ese matrimonio le quedaron dos hijos: Juan Esteban, de treinta y Jéssica, de veintisiete, y que viven con la familia del difunto marido. Que lleva 25 años conviviendo con su actual compañero con quien tuvo dos hijos, Ramón Alberto, de diecinueve, y Jhony Alexander, de dieciséis. El primero trabaja en una agencia de arrendamientos, el menor está estudiando.

−¿Y Caterine?

−Caterine era de crianza dél (sic). Cuando nosotros nos fuimos a vivir juntos, Caterine tenía por ahí dos mesecitos. Y ella era “mi papá”. Y ella se veía en él y él también en ella. Hasta que murió, hasta los 17 años que murió.

Jacqueline es de pocas palabras, retraída. Las pausas en su narración son extensas y se limita a dar respuestas concisas; apenas lo preguntado. Ahora, el primer día, la conversación gira en torno a su historia y la de su hija. Por momentos, su voz se pierde con los ladridos de unos perros que siguen en su recital en la calleja, fuera.

 

Elcy recuerda a Cindy

−“Sergio, ¿usted no sabe nada de Lorena?” –afirma Elcy que le preguntó al que creía amigo de su hija porque, recuerda, llevaban año y medio o dos de conocerse, de frecuentarse; era de tanta confianza que incluso asistía como su tutor al colegio de la niña cuando la madre no podía ir.

−“Nooo, doña Elcy, yo no sé nada de ella. Pero tranquila que ella donde está, está bien” -dice ella que le respondió él, el hombre que en ese momento ya había troceado los cuerpos de Cindy y Caterine. De hecho, llevaba dos días durmiendo con ellos y, seguramente, mientras le hablaba impasible a la madre quebrada por la angustia de no saber nada de ella, observaba los paquetes que contenían los brazos y las piernas en su habitación, hecha un caos. Y mientras la madre le preguntaba en una de las muchas llamadas que le hizo, inquiriendo por su hija el lunes, el martes, el miércoles, él –quizás-, observaba el tonel negro que contenía los troncos y las cabezas de las niñas, mal cubiertos con cal y cemento al lado del ventanal que da a la calle. Y que, con seguridad, para ese momento, ya comenzaban a oler y que ni el incienso que quemaba ocultaba el hedor. Eso lo delató.

Entre lloro y lloro, en este salón sin muebles porque llevada por la depresión un día salió de todo lo que tenía, Elcy narra su historia y la de su hija.

−En el 89 conocí a Germán Giraldo que es el papá de Lorena, me enamoré de él; en el 90 quedé embarazada. Eso fue la alegría más grande, será porque yo amaba tanto a ese hombre. Nació la niña en la León XIII en 1991. Desde que nació parecía una motica de algodón porque para qué, hermosa, porque era blancablancablanca y puliditapuliditapulidita.

Entonces, vivían en Santa Cruz –nororiente de Medellín-, un barrio que se hizo a punta de invasiones desde 1940, un barrio que comenzó a poblarse de migrantes internos y del campo en asentamientos de casas de bajareque, y que para el 2008 –según el Plan de Desarrollo Local-, contaba con 9.076 habitantes. Y sí, la historia del barrio tiene, también, su propio prontuario: milicias, sicarios, trúhanes, cortesanas. Pero también de gente honorable, trabajadora, solidaria.

−El papá la vino a conocer porque yo se la llevé. Yo seguí trabajando, dejaba las niñas con mis hermanas en Santa Cruz. Ellas me las cuidaban, sobre todo mi hermana Beatriz, que era la madrina de ella. Primero entró a guardería. Lorena desde que nació mostró, pues, su inteligencia: habló rápido, caminó rápido, muy amigable. Yo siempre le decía que no me gustaba que fuera tan amiga.

El nietecito gorjea, a veces camina, a veces gatea; lanza chillidos y tira los juguetes buscando el juego. “Ay… ¿Umhummm?”, le balbucea ella. “Eaaaaaa”, responde él. Por momentos, amenaza el llanto, se oye el llanto, grita “maaaaa maammmmmaaa”. Elcy inquiere con un gesto a Karen y ella le responde con una mueca de impotencia.

Cindy estudió la primaria en la escuelita del barrio –prosigue- porque por ese tiempo, 1997, conoció a César, quien sería el padre de Karen y le propuso una vida juntos. Se sentía cansada del trajín de la vida y esa propuesta le significaba un respiro.

−Hubo tiempos que me tocaba aguantar hambre, buscando dónde dormir; mis hermanas me decían, “nosotros le cuidamos la niña pero busque usted para dónde irse −recuerda ella. Y por un tiempo –escaso− conoció y vivó la serenidad de un hogar en donde Verónica y Cindy fueron acogidas. Hasta la adolescencia de Lorena.

Un martilleo estridente en el apartamento vecino entorpece la narración, y tras el golpeteo, se alcanzan a escuchar también las bocinas de los carros, el pregón de los vendedores en la calle, los ruidosos motores de los buses. Durante este primer encuentro, Elcy irá de la risa al llanto en cambios de vértigo; el pecho no distingue el pasado del presente. Hay largos silencios porque en trances así no caben las preguntas, y porque a veces el llanto ahogado no la deja continuar con el relato, como ahora.

 

Jacqueline recuerda a Caterine

Caterine no tuvo la tradicional fiesta de quince –vestido largo, vals, torta de vino- porque su embarazo quebró las expectativas sociales y, sobre todo, familiares-; se merecía un castigo. Fue un punto de quiebre. Jacqueline habla de esos quiebres del destino de Caterine: fue seismesina, su embarazo, su muerte. La fluidez de este tiempo vino con ella. Se adelantó al nacimiento, se adelantó a la maternidad. Se adelantó su muerte. El destino. El azar: si acaso el azar existe: Caterine no hacía parte del círculo de amigas de Cindy; de hecho, nunca antes de su muerte se habían visto. La fatalidad las unió.

−A ella no la metieron en incubadora −evoca−. Ella me la entregaron y yo la metí aquí −señala su pecho− como canguro. Y la ropa no le servía. Yo le colocaba la ropa y le tenía que doblar la mitad. Era talla cero y fuera de eso le tenía que doblar porque es que era así –extiende la palma de su mano derecha; Caterine le cabía ahí, en el canto de su mano. Una mano pequeña-. Es que ella era como de mentiritas y todavía se le veían las venitas, todavía no tenía uñitas. Yo no la sacaba ni a la calle porque me daba pena porque parecía como un ratoncito –se ríe, es una risa serena-. Y guarda silencio a la espera de la siguiente pregunta; se escucha el trinar de un bichofué que no se ve. Jacqueline es de pocas palabras.

Caterine nació el 19 de junio de 1991 en la Unidad Intermedia de Buenos Aires, estudió la primaria en la Escuela Julia Agudelo, el bachillerato en la Escuela Caracas, en Boston. Pudo decir, como Kafka, “este pequeño aro abarca toda mi vida", mientras señalaba el entorno desde la ventana de su casa en su Praga natal, y trazaba un círculo pequeño con un dedo.

−Ella ahí estudió hasta cuando ya quedó en embarazo a los 15 años. El anhelo de ella era que le celebráramos los 15 en un saloncito y estábamos haciendo la forma de celebrarle los 15 y yo no sabía que ella estaba en embarazo y entonces, antes de cumplirlos ya nos dijo la verdad, como un mesecito antes. Entonces le dije: “ya no se puede hacer nada, pero de todas maneras ya no le voy a celebrar los 15 en el salón. Ya si quiere, hacemos una reunioncita en la casa con sus amigos más allegados y ya, porque no se lo merece”, le dijimos –vuelve a reír, en adelante será de risa fácil; los recuerdos de su hija le provocan alegría porque de alguna manera, la traen de vuelta.

−Y me dijo, “Ah, tranquila, mamá”. Cuando eso vivíamos en la casa de abajo −la que se desplomó poco después−. Allá le hicimos una reunioncita con los amigos más allegados, les tomamos las foticos.

Esas fotos de las que habla se perdieron en el desplome de su casa. Apenas tiene  contados retratos que se salvaron como ellos, de milagro. De los escombros logró rescatar el escaparate que pertenecía a la hija, y con él, un cofrecito de cerámica desconchada con dos soles sonrientes en el que guardaba sus alhajas, toda suerte de bisutería. Una semana después tendrá la generosidad de mostrarlo, de sacar pieza por pieza: collares de abalorios, uno de perlas, una gargantilla con cristales rosados, una pulsera de monedas, orfebrería que sólo tiene valor por ser de Caterine. Esto era de ella, esto era de ella, esto era de ella, dirá, lo mismo que una camiseta de rayas blancas y rosadas que a veces ella misma usa para sentir que está ahí, con ella.

−Era una niña muy imperactiva (sic) y así es la niña de ella −se refiere a Valeria Cano Ochoa, tenía dos años cuando la tragedia−. Ella no se quedaba quieta un minuto ni dormida, nunca se le veía de mal genio, Jaqueline no era sino risas por todo, con nadie llegó a tener problemas en el barrio, todo mundo la quería por acá. A todo el mundo le dio muy duro la muerte de ella –hace otra pausa y el espacio se llena de su silencio.

Los perros siguen ladrando fuera.

La amiga, que está sentada a su lado, asiente.

−Le gustaba estudiar –continúa luego de unos segundos eternos−. Y sus sueños eran terminar su bachillerato y sacar la niña adelante.

Recuerda que pasaba sus días -hasta el último-, dedicada a su hija, a los deberes en la casa; que barría, que trapeaba y que mientras barría y trapeaba y cocinaba, bailaba y cantaba las canciones de reguetón que escuchaba “a todo volumen”.

Su voz flota en el silencio de la casa, del vecindario; los perros han callado. Luego sabré que ese silencio es un efecto postraumático: evita poner música porque al ponerla, le recuerda a Caterine haciendo lo que ella hace, los deberes del hogar. Y ella evita a toda costa caer de nuevo en esa depresión de la que apenas se está reponiendo.

Le pido que me indique cómo figura su nombre y el de Caterine en los documentos de identidad para precisar la ortografía; los saca de su billetera.

−Yo ando con los documentos de todos, uno no sabe que esté haciendo alguna vuelta y se vare uno hasta por un Registro Civil –lo dice una madre que en los últimos ocho años ha tenido que lidiar con la burocracia de este sistema judicial.

María Caterine era flaca como un espárrago; delicada en sus movimientos, vanidosa, femenina. Constitución que le facilitó el trabajo de desmembramiento a Sergio. Eso fue, al menos, lo que les contó al grupo de amigas de Cindy por Facebook, según me narraría después Elcy. Mientras que Lorena le había dado mucha dificultad porque era gruesa, maciza, como las acacias que florecen en Boston, el barrio en que murió; “piernona” –palabra clave que revela un rasgo−. Cosas macabras –pienso ahora- eso de contar los detalles de su carnicería a las que fueron amigas. Se ufanaba, quizá. O lo hacía para sembrar terror, quizá.

La mamá cuenta que Caterine no quiso volver al colegio porque el embarazo fue de alto riesgo, y luego del nacimiento de Valeria, en el Hospital San Vicente, la bebé se convirtió en el centro de su vida.

−Cuando Valeria nació ella era feliz con su muñeca, se esmeraba mucho por ella, se esmeraba mucho por tenerla organizada, le mantenía haciéndole peinados, poniéndole balacas, ella la mantenía hermosa –Su embarazo lo llevó con dignidad y orgullo, esa es la imagen que proyecta en las dos fotos que se hizo tomar con la panza inflada; en una, se acaricia esa redondez que exhibe desnuda, sonriente. Su rostro ovalado, perfecto; piel blanca, mejillas rosadas; ojos almendrados, cabello lacio y largo y negro. Muy semejante a la Madonna de Munch, incluso en lo que el pintor noruego quiso evocar: la concepción, la maternidad.

 

Cindy, sin vida, y ahora sin honor

La primera vez que Cindy Lorena salió de su casa tenía diez u once años, recuerda la madre. Fue cuando comenzaron los problemas con el padrastro.

−Él era muy drástico, él era un hombre muy disciplinado, le gustaba mucho el orden, él por todo regañaba, y usted sabe que todos los adolescentes son muy desordenados. Que vea que esto, que aquello. Hasta que Lorena no quiso vivir más conmigo y se fue a vivir con la tía. Ya después volvió otra vez a la casa, se quedaba conmigo y se iba otra vez, así, como por temporadas allá y aquí, mientras estaba en el colegio. Hasta que tuvo un problema con mi esposo y ella se fue; yo comencé a trabajar otra vez y le comencé a pagar un apartamentico, una piecita cerquita aquí arriba para yo estar más pendiente de ella; ella tenía quince, dieciséis años.

Allí no duró mucho, al poco tiempo le dijo a su madre que se iría a vivir a una pieza en el barrio Buenos Aires porque le quedaba cerca al colegio. Fueron tiempos en los que descuidó el estudio, en que perdió tres veces el grado noveno, hasta que la expulsaron y se pasó a El Sufragio.

−Tenía muchas amigas que la querían mucho. Yo nunca pensé pues, que mi hija… No sé si eso lo vas a colocar, o no sé, pues, eso a nadie le importa, cierto, el sexo, lo que la persona escoja de su vida. Pues yo nunca pensé que ella iba a ser una lesbiana –hace una pausa-. Los balbuceos de Emiliano y lo que parecía que iba a ser un llanto, la distrae. Ella se queda absorta en los juegos de su nieto por un tiempo. Luego, como impulsada por un muelle, va a su alcoba y trae consigo unas fotos: Cindy con una guitarra, Cindy con gorra, Cindy con su cabello corto estilo Bob, tendencia de la época.

−Es que ella era muy linda, muy pura, muy noble. Esa niña era noblenoblenoble –y al decir esto rompe en un llanto ahogado.

−¡A los días la mataron! –exclama-. Tenía 17. A los mesecitos me la mataron.

Elcy no sabía que Cindy era lesbiana, no lo supo hasta luego de su muerte por los rumores que empezaron a correr, primero en voz baja y luego a todo pulmón; porque, como me diría después Betty Cárdenas -artista, activista, terapeuta de duelos de padres que se quedaron sin hijos, ella también víctima-, “¡es que la muerta tiene la culpa! ¿Qué hacía a esa hora en la calle? Esa muchachita ¿por qué se vestía así? Sobre todo en el caso de las mujeres. ¿Por qué se estaba relacionando con ese tipo? La gente se cuestiona. […] Entonces, el muerto siempre es el culpable.

Y Elcy sí que sabe de juicios en su contra, si en su cabeza suena como un eco en la distancia las palabras que les dijo a las mamás el primer fiscal que le correspondió el caso: “esa muerte fue buscada”. Y en ese momento, ese fiscal, que niega lo dicho y lo negará por siempre, mató a las madres de nuevo. Esta mirada sesgada del funcionario de la Fiscalía fue corroborada después por Laura Cristina Moreno, una de las abogadas que llevó el caso en cumplimiento de sus prácticas en el Consultorio Jurídico de la Universidad de Medellín. En una entrevista relató el espinoso estepario que tuvieron que transitar cuando llevaron el caso. Pero esta es otra historia.

−Yo me juzgué mucho tiempo, yo me juzgué mucho tiempo, muchomuchomuchomucho. A veces me miro en el espejo y me digo, yo no fui tan mala madre, tampoco, yo no fui mala. Que quería lo mejor para ella, siempre quise lo mejor para ella −me dirá luego, en el último encuentro. Hoy, ahora, sus angustias están puestas en los recibos de servicios, en la plata para el arriendo.

Cindy Lorena no ha contado con suerte. Por su historia marginal, por las historias que se han contado de ella en la calle, en algún medio, en los pasillos del Palacio de Justicia, era una prostituta que ofrecía sus servicios sexuales a Sergio, su verdugo; era una lesbiana, era una drogadicta. El peso de los juicios cayó sobre ella.

Lo que no se supo entonces, tras su muerte, es que Cindy, ese sábado 28 de febrero había desocupado la pieza en la que vivía en Buenos Aires porque pensaba regresar a la casa de su tía Beatriz y así poder ahorrar. Tampoco se supo que estuvo por casarse, que tuvo dos enamorados que la amaron, y que uno de ellos hasta hoy, llora su muerte y le escribe cartas de amor que le envía a la madre porque Cindy ya no está.

Lo que no se supo entonces, es que a Cindy le gustaba el baloncesto, que le encantaba el teatro, que tocaba guitarra y que cantaba, que salió de El Sufragio porque no podía pagar la mensualidad, que en esa semana dantesca en que descubrieron sus restos comenzaba a estudiar. Que tenía algunos sueños.

En esta mañana calurosa el tiempo languidece en la atmósfera cargada de tribulaciones. Será igual en el segundo encuentro, ocho días después, en el que la madre relatará con detalles lo que han sido estos años; se pedirá perdón, pedirá perdón a Dios, a su hija, aun sabiendo que hizo lo que podía con lo que la vida le ha dado.

 

Jacqueline, un dolor que no termina

Desde que Caterine murió Jacqueline ha tenido que sortear, a más de las desventuras en los tribunales, el desplome de su casa, la enfermedad de quien la hizo su esposa luego de la viudez. La depresión en que se sumió por el duelo. El desgano. Pero se está recuperando. Algo, una fuerza interna, sus hijos, su nieta, la ha mantenido a flote.

Esta mañana Jacqueline entrega su lado dulce. Dentro de dos días dejará ver su lado sombrío. Será más discreta, con silencios tan prolongados que se podrán escuchar las conversaciones de los vecinos, el goteo de la lluvia sobre el pavimento, el pregonero de mazamorra que pasará por la vía principal, el mismo bichofué que tampoco se dejará ver y el mismo concierto de ladridos de los perros fuera. Ese día estará sola y tendrá todas las puertas cerradas y la pequeña salita me parecerá más oscura aún. Ese día dirá que no volvió a salir a rumbear, que mantiene encerrada en su casa y que las únicas razones que la sacan son las vueltas de los tribunales o una cita con la abogada, y la venta por catálogo con la que se hace unos pesos. Contará que nunca nunca nunca volvió a asomarse a los tablados en la Feria de las Flores y que nunca se volvió a poner tacones.

Y una semana después se mostrará como la Jacqueline de hoy; dulce y serena, como cuando se tiene el alma tranquila; lo único que espera –lo dirá en ese último encuentro-, es que Medicina Legal le entregue “mis huesitos”, para que Caterine descanse en paz.

 

Sin causa no hay caso

No todos los duelos son iguales. Lo explicó Betty Cárdenas cuando fui a verla para que me ayudara a entender algo que no se puede entender: cómo vivir con una tragedia de este calibre. No es sólo por la muerte de una hija; súmele la muerte violenta, el hecho atroz. Y súmele que a la hija muerta se le deshonra. Y además –y además− que el confeso descuartizador haya quedado libre: en este país descuartizar un cuerpo no es un delito mayor: a Sergio Hurtado le impusieron una pena menor a cuatro años por el delito de ocultamiento, alteración o destrucción de material probatorio, y una multa –apenas- por el cargo de irrespeto a cadáveres, conforme a las leyes contempladas en nuestro Código Penal. Sin embargo, Hurtado fue beneficiado por la reforma al Código Penitenciario y Carcelario promulgado en enero del 2014, [Ley 1709], que contempló la “Flexibilización de medidas privativas de la libertad”, y que lo regresó a sus andaduras. La única sanción fue moral cuando se ganó el mote de “Descuartizador de Boston”.

El caso del crimen –aparente aún para la justicia- de Cindy y Caterine podría archivarse en cualquier momento. De acuerdo con Gisella María Patiño Ramírez, una de las abogadas que actualmente representa a Jacqueline, el caso está en etapa de indagación. Fue muy poco lo que pudo decir entre otras razones porque todo es “reserva” y cualquier información de más que se publique podría arruinar el proceso; no obstante, confirmó que están a la espera de los resultados de los nuevos exámenes que se les vienen practicando a los cuerpos desde febrero del 2016. Luego de tantos ires y venires, se autorizó una exhumación que tuvo lugar en el Cementerio de San Pedro el lunes 22 de febrero del año pasado para que fueran examinados por expertos forenses, “los mejores del país”, con el objeto de descubrir la causa de las muertes de las niñas. Un año –sí, un año− ha pasado, y nada. Juan David Toro, investigador y defensor de los DD.HH. de la Personería de Medellín, quien las ha estado acompañando durante estos años e inquiriendo por resultados, señaló que ha estado en contacto con el funcionario de Medicina Legal en Medellín que tiene los cuerpos en custodia, que le ha pedido que devuelva a las madres los restos. Sin embargo esto no es posible hasta tanto Medicina Legal, en Bogotá, no dé los resultados de los estudios que han adelantado durante un año.

En caso de que no lo consigan –descubrir la causa de la muerte−, el crimen de Caterine y Cindy quedará impune. Sin causa no hay caso. “Nuestro sistema es garantista y cuando hay dudas sobre el indiciado, se procede a su favor”, explicó la abogada Laura Cristina. Y pienso que esas historias de forenses que descubren las causas de las muertes con 20, 30 y hasta más años de por medio, son sólo ficción, o si ocurren, no ocurren aquí.

Pese a todo, las madres tienen esperanza, si no en el sistema judicial, al menos en la justicia divina, “de la que nadie se salva” –dijeron−. Pero si no −ellas no lo saben-, la esperanza podría estar aún en la iniciativa de llevar los restos a los laboratorios forenses del FBI en Estados Unidos para que ellos develen los secretos que encierran; la propuesta se ventiló en su momento y llegó a tener relativa fuerza; pero fue negada.

Con conocimiento de causa, Betty Cárdenas es escéptica: “Eso da mucha rabia y mucha impotencia y uno pierde la fe. Si se tenía fe en Dios en realidad se pierde mucho. […] Y la fe en la justicia, en el Estado, esa sí está perdida. Yo soy una que veo un abogado y me río, veo un juez y me río; todo es de papel, todo es de mentira”, afirmó. No es la única escéptica. Según los indicadores del Sistema de Estadística del Ministerio de Justicia, al que se accede por su sitio web, la percepción de impunidad en Colombia, en el 2014, fue de un 60,8%, esto significa que este porcentaje de colombianos no cree en que el sistema judicial castigue al culpable. Más aún, el propio Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, afirmó el día en que asumió el cargo, que la impunidad en Colombia está por el 99%. Dijo, exactamente, que "en el 2015 se habrían cometido en el país 3,5 millones de delitos y solo se produjeron 51.000 sentencias condenatorias, lo que equivale a solo el 6 % de las noticias criminales efectivas que se registraron en la Fiscalía", registró el periódico El Tiempo.

Quedan muchas preguntas.

¿Qué pasó con las evidencias de pornografía infantil; inducción a la prostitución, inducción a la drogadicción a las menores que frecuentaban al sospechoso?

¿Qué pasó con el material probatorio que encontraron en el computador del señor Sergio Hurtado?

¿Qué pasó con las evidencias (las armas con que destazó los cuerpos, la ropa y objetos personales de las niñas) que hallaron en la alcoba del señor Sergio Hurtado?

¿Qué pasó con la indemnización que debía –debe- reconocerse a las madres como un primer paso para la reivindicación de sus derechos?

¿Qué pasó con los cargos de complicidad sobre el padre de Sergio Hurtado?

¿Qué pasó con el caso de las amenazas a una de las testigos principales? Se sabe que una de las testigos fue brutalmente golpeada días después de que fuera entrevistada por la Fiscalía.

¿Por qué no se hizo un perfil criminal del sospechoso, cuando incluso se contó con la colaboración de un perfilador del FBI?

Algunas respuestas están en el expediente –que es reserva-, otras preguntas flamean sobre las cabezas de quienes tienen ahora en su poder el caso. Esperemos, por lo pronto, los resultados de Medicina Legal. Sin causa, no hay caso.

* Crónica realizada en el marco del Taller de Periodismo Narrativo, de la Escuela de Periodismo Portátil de Juan Pablo Meneses.

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