Eduardo Gudiño Kieffer  y la ciudad que nos toca

Autor: Memo Ánjel
10 marzo de 2019 - 09:18 PM

Y entonces estás como ciego o paralítico y solo podés reírte, reírte de esa violencia enguantada afelpada solapada… 

Eduardo Gudiño Kieffer. Carta abierta a Buenos Aires Violento.

Medellín

La ciudad

Los romanos la llamaron civitas, indicando que sobre un plano (un territorio) se podían colocar cosas para determinar lugares y sitios, establecer por dónde se daba el movimiento y en la que situar lo que no se movía, que serían los espacios para habitarse o usar como no-lugares. Así, diseñaron villas, plazas, templos, barrios, ínsulas (edificios), domus áureas (casas lujosas), foros (lugares para discutir el gobierno), vías, puentes, hipódromos, termas (especies de clubes para ir a bañarse con agua caliente), fortalezas militares etc. Para ello usaron la línea recta y el arco de medio punto, un descubrimiento físico que propiciaba resistencia a las construcciones.  De esa palabra, civitas, proviene la palabra ciudad, la ingeniería civil (hacer ciudades y elementos que las comuniquen), el derecho civil (el asunto de las contrataciones) y la civilización, que es cuando la cultura toma forma en una edificación concreta y se manifiesta como un acto de inteligencia.  Pero, la ciudad no solo fueron objetos sobre un espacio y los romanos, apoyados en la retícula de Hipodamo de Mileto, inventaron otra palabra: Urb, de donde vienen urbanismo y urbanidad, definiendo con ella el movimiento de las gentes por entre las construcciones urbanas. Y determinando, de manera clara, que la ciudad es la gente que la habita y transforma y no solo las infraestructuras que contiene.

De lo anterior, sale una frase que váyase a saber quién la dijo: las ciudades no se construyen para ser habitadas, sino que se habitan para ser construidas. Y en este habitar, propiciado por las personas, los animales, las plantas y los gobiernos, aparece esto que ya sería la ciudad que conocemos y que, en términos de Aristóteles debía ser segura, pues en ella están los recursos e inteligencias (reunidos para el bien común) necesarios para el buen vivir, dadas las relaciones e intercambios que se pueden dar entre los habitantes. Agregando que la palabra política significaba el gobierno de la ciudad.    

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Sin embargo, la ciudad no es solo la suma de construcciones y habitantes, normas y haceres, sino también de pensares y en ellos están las pasiones, las desmesuras y frustraciones, las fantasías y los miedos, las aglomeraciones que convierten al hombre en masa susceptible de moldear con emociones y la soledad del uno entre muchos, que es la peor de todas, especialmente cuando la ciudad se convierte en una megalópolis y, en esta condición, como dice Lewis Munford, termina fracasando, pues aparece la multitud de ene-enes que se saltan las normas y, como el Estado no es capaz de controlarlos, las violentaciones se multiplican, aparecen los para-gobiernos y lo que era un espacio seguro se vuelve uno inseguro, sea por la delincuencia o por uno mismo que, al aislarnos de la problemática ejerciendo olvidos, permite pequeñas ilegalidades o simplemente le hacemos el juego a los diablos, como en el Pandemonium de John Milton, esa ciudad de los demonios. O si se quiere, como en el séptimo círculo del infierno de Dante Alighieri, en la que se reúnen los mentirosos y traidores, los proxenetas y los tramposos, los corruptos y los suicidas, los que hacen el mal social y tantos otros igual de peligrosos, todos vigilados por el Minotauro.

La violencia urbana

Los diez mandamientos se hicieron para el hombre de la ciudad (de hecho, las religiones occidentales son urbanas), pues en ella está el sujeto del pecado y el otro que lo comparte o evita.  Si no hubiera otro, no se podría mentir ni matar, codiciar o robar. Y así mismo, para habitar la ciudad hay que descansar, honrar los antepasados, evitar ponerles nombres a los dioses (para discusiones espurias) y no jurar por ellos, pues no pueden ser testigos en un juicio. Pero es con base en estos diez mandamientos, en su violación, que nace la violencia. Y esa violencia que es de acto para ser juzgada, también lo es de mentalidad, lo que permite violencias cotidianas que no se juzgan porque no hay ley para ellas. Solo la ética, que es la mejor forma de llevar las costumbres, que unos estudian y aprenden, otros no entienden y hay bastantes que no saben que existe, por lo que van por el mundo ejerciendo el estado de naturaleza, que es el que más miedo genera. En este estado (el de la egolatría y el egoísmo), cada uno lleva lo suyo pensando que otro se lo habrá de quitar. Y en ese susto continuado, se mueve a la defensiva, conjeturando y dispuesto a reaccionar de manera violenta.

Toda la ciudad (1934) obra del pintor alemán Max Ernst, parte de una serie de pinturas al óleo sobre las ciudades. Esta pintura se encuentra expuesta en la Tate Gallery, de Londres

La violencia se ha tratado de medir de manera cuantitativa (tantos muertos, tantos robos, tantas violaciones, tantos malos encuentros) y cualitativa (buscando las razones de los hechos), pero la medida no alcanza para saber qué es la violencia en sí, esto que se ha llamado el mal y carece de definición completa y solo se sabe que existe y persiste en estar ahí, a la vuelta de la esquina o cara a cara en una conversación. Y no es una sola sino múltiple y creciente según sean los niveles de densidad urbana, desempleo y mala educación. Y de estas violencias, de las detectadas y las sin control, habla Eduardo Gudiño Kieffer en su Carta Abierta a Buenos Aires violento, en la que evita el análisis del psicólogo, el político o el sociólogo y mejor particulariza en personajes (como en Los 50 caracteres, de Elías Canetti) que violentan a otros y se violentan a sí mismos. La violencia tiene el problema de que es recíproca y quien la hace la paga, sino con base en la ley, consigo mismo. Así que quien la ejerce, como dice el salmo, ya es un muerto vivo, pues a mal hecho, mal recibido. Y es claro: uno se muere cuando la vida le deja de ser linda y se vuelve un miedo.

Lo invitamos a leer: Amós Oz y las vigilancias sutiles o esos límites de vida: la conjetura

Eduardo Gudiño Kieffer y su carta a Buenos Aires violento

A los escritores argentinos los conocí por Eduardo Gudiño Kieffer, en mis años de Universidad. Antes había leído el Túnel (uno de esos libros impertinentes para un estudiante de bachillerato, más interesado en bailar y enamorar que en saber de un crimen a partir de un cuadro), sin saber que Ernesto Sábato era argentino. Y si algo sabía de Argentina, era que hacía parte del mapa de Sudamérica y tenía un rio muy grande y una ciudad donde cantaban tangos. Pero me llegó (por intermedio de Margarita Restrepo Santamaría) Para comerte mejor, una novela de Gudiño Kieffer, en la que narraba como se lo comían a uno las ciudades. Y luego leí Será por eso que la quiero tanto, otra novela del mismo autor, que contenía mapas y direcciones, y un conventillo que se llamaba El jardín de Alá. Y en esas cayó en mis manos (los libros buscan a los lectores) la Carta Abierta a Buenos Aires violento, que me situó por fin en esa ciudad en calidad de muchacho que sentía igual que los Gudiño Kieffer, que se movía parecido por las calles y los parques, bailaba la misma música y se enamoraba igual. Y que después sintió el mismo peso de la violencia que narraba, que no era la de la ciudad sino la de los ciudadanos, la de tipos como yo y con tías como yo, encerradas en sus revistas de moda y buen comer.  Y lo contaba con una celeridad tal y con tanto desparpajo, y jugando de tal manera con el lenguaje, que detuve a Borges y a Sábato, igual que a Cortázar, por más de un año, mientras entraba en el Buenos Aires de Gudiño Kieffer, que eran todas las ciudades, mi ciudad y al fin ese Buenos Aires que no paro de visitar de la mano de otros escritores, pero con el Gudiño adelante. Uno es los primeros libros que lo impactan y lo que sigue de ahí son añadiduras.

Si En Para comerte mejor, supe de los personajes tragados por la ciudad, en Carta abierta a Buenos Aires violento (no violenta), me enteré de el por qué se los tragaban, deglutían y expulsaban como heces a la alcantarilla. Personajes jóvenes, con sueños, sitiados por el consumismo, enloquecidos por los teléfonos y la televisión, tocados por el grafiti de mayo del 68 que gritaba prohibido prohibir, que miraban a los barrios populares viendo mujeres embarazadas y sin dientes (la moral prohibía los anticonceptivos y el machismo lo avalaba), que sabían de amigos que renunciaban a sus carreras al darse cuenta que su espacio era otro y de tipos que sin saber por qué (quizá por un recuerdo), apuñalaban a otros por la espalda. Y en medio de todo esto las lecturas desordenadas, los pequeños miedos, la incomunicación familiar, los juegos de los educadores, los cazadores de palabras que tuvieran que ver con el sexo y camuflaban lo que pasaba con eufemismos, los que se ganaban la vida buscando viejos morbosos, en fin: todos habitantes de las pequeñas violencias, de las que no salían en los periódicos ni eran noticia, y que ni se notaban cuando aparecían las estadísticas de la violencia susceptible de páginas judiciales. ¿Y qué pasaba con los hechos atómicos que componen los hechos (la teoría es de Ludwig Wittgenstein), con las violencias invisibles trajinadas en el servilismo, lo que ocultamos adentro y eso que tienta y de alguna manera se resuelve?

Las ciudades se componen de muchachos, que son las que las viven en cada recoveco. Y son las ciudades que les tocan, con sus tráfagos y endriagos (animales con manos de león y patas con garras de águila), herencia de los más viejos, de las costumbres fragmentadas, de los pecados habidos y de que cuando uno nace le toca el sitio que no escogió (igual que la clase social y la cultura) y a partir de ahí trata de salir del agujero saltando paradigmas, mentiras rancias, historias ocultas, maquillajes exagerados y economías cambiantes.

Eduardo Gudiño Kieffer (1936-2002), fue periodista y escritor urbano, limpio de sonoridades y visiones decimonónicas, alterador de críticos y moralistas y, ahora que encontré los libros que leí hace más de 30 años (los he releído), vigente. Las ciudades son las que son, se hacen unas encima de otras y, como crecen y se desordenan, se desmesuran y prodigan en violencias, las unas atroces y las otras igual que esos ácaros que se crían en almohadas y colchones que no se asolean y a los que les resistimos la picada creyendo que eso es nada y pasa. Sobre esto habla Carta abierta a Buenos Aire violento: sobre los desprecios, sustos y egoísmos que nos convierten en una Guía de pecadores, libro también de Gudiño Kieffer.     

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